UNO
Cuando
uno camina por la ciudad de La Habana siente un proceso de cambios
en su imagen tradicional, tanto en sus zonas más conocidas
- el Centro Histórico y la gran área Republicana - como
en ciertos barrios y repartos construidos al filo de la segunda mitad
del siglo XX. La ciudad cambia ante nosotros día a día,
se transforma. Los ciudadanos colocan rejas de protección en
balcones, o cierran con cercas de alambre el pequeño jardín
de entrada a sus casas para convertirlo en un garaje o simplemente
aislarse de la acera y la vía pública. Otros construyen
paredes en el hermoso portal con el fin de obtener un nuevo espacio
(habitación, recibidor, cocina, comedor), para esa casa cada
vez más pequeña a medida que la familia crece.
Hay quienes deciden montar un minúsculo negocio para vender
café, tartaletas, rosquitas, refrescos fríos, batidos
o pizzas de variados tipos, frente a sus viviendas o en el espacio
común de edificios de apartamentos y por lo general ubican
una precaria mesa de madera para poner encima una licuadora, un termo
grande, una vitrina, bandejas y letreros pintados por sus dueños
con la oferta de los productos y precios. Otros anuncian ciertos servicios
de reparación - zapatos, ventiladores, relojes -, u oficios
espe-cializados como los de peluquero, electricista, plomero, albañil,
joyero,… y no advierten las consecuencias de toda esta parafernalia
gráfica en la “imagen” de la ciudad, en su cultura.
En
los últimos años las personas, de manera informal, sin
apenas control, se sienten con derecho a transformar fachadas de casas
y edificios, o transfigurar esquinas y solares baldíos mediante
procesos de libre intervención en ese espacio público
que la ciudad conserva desde su fundación. Leyes, normas y
regulaciones urbanas, dictadas con el fin de ordenar cualquier tipo
de crecimiento o transfor-mación, son continuamente burladas
no sólo por el ciudadano común sino también,
aunque en menor medida, por empresas e instituciones oficiales. De
ese modo, la ciudad de La Habana va desdibujando su trazado y fisonomía
arquitectónicas, disipando su rostro y la imagen que aún
la caracteriza ante los ojos de sus propios ciudadanos y de montones
de visitantes de todo el mundo.
Esto
no es privativo de La Habana: sucede por igual en barrios de Bogotá,
San José, Ciudad México, San Pablo, Manila, Yakarta,
Estambul, Alejandría, Port-of-Spain, Santo Domingo, Luanda,
Harare, y cientos de otras urbes, grandes o pequeñas, en nuestras
regiones del hemisferio sur. Dado que el llamado progreso y desarrollo
- para otros la consabida “modernidad” - aún está
por entrar (desde afuera) o surgir (desde el interior) de nuestras
difíciles, inestables y débiles economías, la
gente asume a su manera el desafío del presente y del futuro
y a tal efecto “toma” las decisiones que estima correctas,
“organiza” individualmente su vida, se propone “mejorar”
su parcela material, su hábitat, en un prodigioso intento por
ganarle tiempo… al tiempo.
Bilbao
- FOTO:
Ximena Narea
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Letreros,
colores, símbolos y signos, toldos, sombrillas, techos ligeros,
luces, rejas, cierres de ladrillo, piedra o cemento, árboles,
arbustos, flores, bocinas, antenas de televisión, lámparas,
son algunos de los elementos con los cuales hoy los ciudadanos de
cualquier ciudad de nuestros países considerados “en
vías de desarrollo” diseñan su entorno cotidiano,
el de su barrio, y por extensión el de la ciudad; la mayoría
de las veces con escaso poder creativo, aunque en determinados casos
afloran rasgos de humor y sabiduría popular que nos divierten
y nos hacen sentir por momentos un tanto cómodos, entretenidos.
Esto, por un lado.
Por
otro, el crecimiento desmedido e incontrolado de la población
urbana en cada país de nuestras regiones, debido al fenómeno
de la migración y su consecuente economía informal,
contribuyen a generalizar una imagen difícilmente interesante
- a ratos, caótica, enmarañada y anárquica -
de la ciudad y del ambiente donde se desenvuelven miles, millones
de personas. En esos espacios urbanos, no obstante, se hace visible
un notable contrapeso visual-formal en el diseño más
o menos “atractivo” de grandes almacenes, tiendas y shopping
centers, cafeterías, clubes, hoteles, con sus redes de información
gráfica asociadas a estas edificaciones, más la amplia
gama de servicios habitacionales, bancarios, judiciales, educacionales,
empresariales… burocráticos de todo tipo, cuya concreción
arquitectónica responde a una tipología estandarizada,
“globalizada”. Unidos éstos a la parafernalia de
anuncios publicitarios, culturales y de la propaganda política,
la cultura visual de nuestras ciudades supera en impacto, cantidad
y variedad, al papel que desempeñan las instituciones dedicadas
al arte cuyo fin es “educar” estéticamente a la
población y contribuir a la conformación de un gusto,
de un pensamiento y de una cultura legitimados por las historias oficiales
de cada comunidad y nación.
Santiago
de Compostella - FOTO:
Ximena Narea |
A primera vista se trata de una pelea de mono contra león,
pues la suma de museos, galerías, centros culturales
y alguna que otra institución especializada resulta insuficiente
para atenuar o contrarrestar tal impacto visual, pues representan
un ínfimo por ciento en comparación con la generalidad
de esas otras “instituciones” que hoy son elementos
necesarios, esenciales, por no decir insustituibles, del tejido
urbano.
Como complemento a esta específica y abigarrada visualidad
en constante crecimiento, pueden escucharse grupos musicales
en aceras, parques, jardines o plazas; aunque la mayoría
de esa sonoridad no proviene de música en directo, sino
del interior de cafés, tiendas, cafeterías, taxis
y ómnibus, lo cual complejiza y congestiona aún
más el ambiente urbano. Aunque esto pueda parecer algo
muy particular de ciudades de El Caribe (en aumento, por cierto,
en la Habana), podemos sentirlo también en “tierra
firme”: Lima, Ciudad de Panamá, Caracas, San Pablo,
Bogotá, Bahía, Fortaleza, Managua. De ahí
que la vida cotidiana en espacios abiertos de muchas ciudades
nuestras semeja una suerte de carnaval, un festival de imagen
y sonido, un espectáculo, no siempre bajo normas de organización
y diseño, lo cual termina por alterar, de manera silenciosa,
sutil, imperceptible, nuestros estados de ánimo, nuestros
hábitos, nuestro comportamiento social, nuestras maneras
de “ver el mundo”.
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En
el viejo Delhi, por ejemplo, se aspiran intensos y penetrantes olores
de especies que harían reconocible, de inmediato, el lugar
por donde uno camina, añadiéndosele el asombro, también
imposible de olvidar, causado por el paso sin restricciones de vacas
por la vía pública. Si sumamos a ello el descubrimiento
del único hospital de pájaros en el mundo, podemos transitar
de la extrañeza al delirio en un santiamén. En cuanto
a olores, lo mismo sucede en ciertos mercados de El Cuerno de Oro,
zona histórica de Estambul, y en el puerto de Valparaíso
donde se mezclan algunos provenientes de sales, pájaros y metales
envejecidos. En Addis Ababa recuerdo una calle, a principios de los
años 80, bautizada por algunos extranjeros como El Muro, y
no por contar con una construcción de ladrillos, hormigón
o acero: se trataba de fortísimos y agudos olores, no muy agradables
por cierto, que dificultaban e impedían en la práctica
el tránsito peatonal a los no habituados: terminaba uno derrotado
y tomando otro rumbo antes de proseguir camino. Algo similar ocurre
en el deprimido callejón llamado popularmente “El cartucho”,
en pleno centro de Bogotá, aunque debe añadírsele
una cuota de violencia local jamás soñada en aquella
apacible ciudad africana.
En
La Kasbah, Argel, uno de los sitios fascinantes de la arquitectura
y el urbanismo islámicos, no se recomienda entrar solo si se
es forastero, dada la real posibilidad de extraviarse y no poder salir
nunca, o ante el riesgo de caer en manos de malandros locales listos
a la caza fácil. La misma recomendación la hacen habitantes
de ciertos barrios de Río de Janeiro, Medellín, Caracas
(no way pana, te dicen los amigos): todo ello concierne, sin dudas,
a la “imagen” de la ciudad.
Montar
en taxis y ómnibus ligeros urbanos en Santo Domingo, Port of
Spain, Fort de France, es una experiencia única en El Caribe
debido al shock de música delirante dentro de cada vehículo,
del que sólo es posible reponernos minutos después de
haberlo abandonado. Para moverse de un sitio a otro en El Cairo es
mejor no tener prisa: más de 2 millones de taxis y ómnibus
urbanos recorren día y noche la ciudad menos señalizada
del planeta, y proba-blemente la más ruidosa, donde apenas
20 ó 30 semáforos funcionan bajo el polvillo fino del
cercano desierto de Sahara, dando lugar así a un sobre- entendido
caos vial en el que todos y cada uno de los conductores cree tener
la razón.
Patio
interior de un edificio en La Habana Vieja
FOTO:
Ximena Narea |
Vivimos,
pues, en estado de alteración ambiental, unas veces
de apariencia simpática, “surrealizante”,
loca; otras, algo más dramática, confusa y exasperante.
Ambas nos advierten que nos movemos dentro de un universo
complejo, difícil, de violentos contrastes, dinámico
en más de un sentido, dominado por ocultas fuerzas
del orden y, a ratos, del desorden. A una y otra nos hemos
“acostumbrado”. Es el mundo donde nacemos y nos
educamos… y es fuente también de una vasta y
rica diversidad cultural por la cual sentimos orgullo a pesar
de las extremas condiciones económicas en que se desenvuelve.
Esas culturas urbanas han dado incontables muestras de vitalidad,
imaginación, talento, energía, no siempre reconocidas
en otros ámbitos y escenarios del mundo, aunque en
las últimas décadas se siente un mayor acercamiento
a ellas. Los puentes tendidos desde y hacia nuestros lados
parecen hoy fuertes como para permitirnos compartir esa información,
conocimientos, emociones, en ambos sentidos, y comenzar así
una nueva era de entendimiento universal luego de cientos
de años de distanciamiento. Nunca es tarde si la dicha
es buena, reza uno de nuestros refranes populares.
DOS
En
Berlín las calles pudieran considerarse perfectas para
viajar en vehículos: hay señales que indican
sendas, pasos, cambios de dirección, circulación,
y letreros donde se especifican rutas a seguir, ciudades cercanas
y lejanas, lugares importantes, parqueos, peligros, obstáculos.
Las aceras tienen bien distinguido por donde debe caminar
el peatón y viajar las bicicletas, los sitios para
minusválidos, y dónde se hallan cestos para
la basura o teléfonos públicos. Cada signo y
símbolo es diseñado por profesionales que abordan
con rigor cualquiera de estos mensajes, ya se trate de establecimientos
comerciales o lugares para comer, tomarse un café,
oír música… Nada queda al azar, a la espontaneidad
o la improvisación.
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En
muchas otras ciudades del centro y oeste de Europa ocurre igual: sus
ciudadanos se mueven día a día dentro de un orden determinado
por regu-laciones y leyes, cuya graficación en términos
formales se corresponde con un universo de alto desarrollo eco-nómico.
Las vallas de publicidad comercial alcanzan dimensiones exor-bitantes,
en algunos casos ocupan fachadas de edificios de varios pisos y responden
con eficacia a los códigos del diseño gráfico
actual: buenas fotografías, eficiente tipografía, sencillez
y precisión en las imágenes seleccionadas, impresión
de alta resolución. Igual ocurre con afiches y vallas de cultura
y entre-tenimiento, aunque de menor dimensión.
En esas ciudades europeas existen normas que prohíben a los
propietarios de casas y negocios sobrepasar un cierto grado de decibeles
si desean escuchar música o producir cualquier sonido. Nadie
está facultado para transformar espontáneamente ventanas,
puertas y balcones de sus casas, ni intervenir el espacio público
a su antojo. Por otra parte, plazas, parques y el circuito de áreas
verdes de la ciudad contienen un sinnúmero de esculturas, pinturas
objetos, intervenciones y mobiliario urbano de notable grado de belleza.
Lo mismo sucede con las vidrieras de tiendas, estaciones de ómnibus,
terminales de ferrocarriles y aeropuertos, cuyo nivel de diseño
sobrepasa el de otros países. El espacio público por
donde circulan día a día millones de ciudadanos, hacia
o desde sus casas, está diseñado con el objetivo de
garantizarles seguridad, confort y un eficiente nivel de información.
Helsinski,
Oslo, Estocolmo, Copenhague, Reikjavik, son ejemplos notorios de este
diseño ambiental integral. A algunos les puede parecer exagerado,
aburrido, por cuanto no escapa el más mínimo detalle
arquitectónico ni urbano a las autoridades muni-cipales: nada
puede “sacar de paso”, dislocar un poco, ese ambiente
quizás radicalmente frío, racional. Es tanta la “perfección”
de ese universo visual que, por contraste, muchos ciudadanos de tales
latitudes viajan hasta nuestras regiones para disfrutar de lo “otro”,
de eso que pudiera nombrarse “lo real maravilloso” (literaria
manera de ponderar la yuxtaposición y superposición
de códigos y símbolos visuales, música, escándalo,
caos, pobreza) que habita en nuestras ciudades y regiones, cuya materialización,
con variantes propias del contexto, podemos hallarla en La Habana.
Basilea
/ FOTO:
Ximena Narea
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TRES
La
cuestión no reside en dilucidar cuál forma de habitar
y convivir es mejor o más placentera, pues responden a formaciones
socioeconómicas diferentes: algo tan visible, tangible y evidente
que a veces no lo percibimos en su verdadera magnitud. Cada una de
ellas expresa el mundo que las creó y sostiene. Es riesgoso
afirmar de cual lado se halla “la felicidad” o “la
vida”. Los millones de habitantes insertados en esas dinámicas
urbanas se han habituado a vivir en y desde ellas aún cuando
temporalmente, y hasta de modo definitivo, se trasladan a otras. A
profesionales de diverso nivel y rango, y a los propios artistas,
les sucede con frecuencia. Al parecer la “razón”
no la tiene nadie sino la compleja realidad que atraviesan…y
es diferente en Europa, Estados Unidos, África, El Medio Oriente,
Asia, América Latina y El Caribe. Abordarla desde esas diferencias
puede resultar lo más sensato para ayudarnos a comprender con
mayor objetividad el arte producido hoy en cada una de nuestras regiones,
ya se trate de áreas consideradas “en vías de
desarrollo”, o de países altamente industrializados que
han comenzado lentamente un proceso de transformación etno-cultural,
como resultado de visibles mi-graciones y de intercambios necesarios
en este universo globalizado.
CUATRO
Ese
mundo de imágenes (y de sonidos, ruidos, olores, acciones callejeras)
que pueblan la geografía de nuestras ciu-dades, condiciona
de manera inexorable los gustos, alimenta la imaginación, modela
sensibilidades. De él extraen nuestros artistas muchos de los
signos y referentes para construir sus obras, pues gran parte de sus
conceptos e ideas comparten la misma fuente. A los que no somos artistas
(Joseph Beuys no aprobaría dicha afirmación), esa mayoría
ciudadana silenciosa, nos condiciona también una manera de
“ver” no sólo el mundo que nos rodea, sino otros
más allá de nuestras narices. Podríamos sumarle
-lo cual haría más extenso el cuento - la moda asumida
por cada ciudadano de acuerdo con sus preferencias y economía…
y múltiples factores más (autos, camiones y ómnibus
circulando día y noche, iluminación de calles y sitios
públicos) hasta hacer bien exhaustivo el análisis, pero
me limito aquí a los que corresponden o están asociados
a lo visual, reapropiados como signos y símbolos por los artistas
desde sus territorios y apoyados en muchos casos por curadores e instituciones,
en especial cuando se trata de eventos culturales, sea modesta o grande
su resonancia.
Nuestras
ciudades, pueblos, villas y aldeas generan un tipo de cultura visual
en cierto modo diferente a la que hallaríamos en otros escenarios
urbanos donde apenas existe el ambulantaje, la economía informal,
las apropiaciones ilícitas de los espacios públicos,
ruinas en demasía, barrios construidos ilegalmente con pobres
mate-riales, publicidad indiscriminada. Se trata, una vez más,
de un problema contextual, de influencias de esa cultura urbana sobre
los ciudadanos día tras día, las cuales representan
una fuente inagotable para nuestros artistas en los últimos
años, tal como puede corroborarse en Brasil, México,
Chile, Puerto, Rico, Belice, Cuba, Colombia, Sudáfrica, Angola,
Nigeria, Tailandia, Indonesia, Filipinas y China.
Berlín
/ FOTO:
Ximena Narea
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Ya
no son solamente los “grandes relatos” la causa de numerosas
obras valiosas en nuestras regiones (desde la historia, los movimientos
sociales, la política, hasta identidades particulares de etnias
y naciones, pasando por ideologías, pro-blemas de género
y raza). Ahora también lo son ciertas zonas de la cotidianidad,
de la intrincada red de mensajes con los cuales tropezamos diariamente
en las calles, de los desafíos diarios a que nos someten viejas
y nuevas estructuras económicas, y de nuestra cuota de sueños
y aspiraciones. Estamos ante un bombardeo objetivo y subliminal de
códigos visuales - muy superior en cantidad al atribuido a
ciertos medios electrónicos de comunicación -, que se
torna visible a los ojos y sensibilidad de nuestros artistas.
De ahí la participación más activa de nuestros
creadores en y sobre el entorno urbano, inde-pendientemente de su
escala y significación, pues las ciudades han devenido las
mayores y más excitantes galerías para la circulación
de obras, y espacio para la confrontación y reflexión
de su misma suerte y destino. Muchos desean contribuir desde su ínfima
parcela al esclarecimiento (sea desde la parodia, la crítica
o la adulación) de esas constantes trans-formaciones operadas
en cuadras, parques, calles, plazas.
El
arte parece así abocado a regresar a uno de sus lugares de
origen, a recuperar el papel que tuvo la comunidad y la ciudad en
la historia humana mucho antes de que esta se compartimentara en funciones
y clases. Es un viaje a la semilla, diferido por espacio de siglos.
El eterno retorno.
Belgrad
/ FOTO:
Ximena Narea
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CINCO
Existen
tantas culturas urbanas como realidades específicas en cada
ciudad, país y región. He querido resaltar aquí
esas donde existen márgenes mayores para intervenciones quizás
desordenadas, no reglamentadas; es decir, donde no participan profesionales,
aunque dan origen a un cúmulo de imágenes visuales y
no visuales suficientes. A ello podría denominársele
cultura popular urbana, en su sentido amplio. Pero sobre ella apenas
se habla, pues no es producida desde los territorios legitimados y
consagrados por la historiografía y la crítica de arte:
gran parte de sus creadores no son suficientemente conocidos, sus
“obras” escapan a los análisis y estudios tradicionales
a pesar del incomparable volumen que ocupan dentro del espacio físico
donde se producen y su innegable influencia cotidiana.
Desde
sus propios territorios, y otros quizás distantes, numerosos
artistas reflexionan sobre ellos a partir de una perspectiva crítica
con el fin de llamar la atención pública y contribuir
a su mejoramiento mientras otros exaltan algunos de sus rasgos como
factor importante de la identidad de una ciudad, de un pequeño
o gran conglomerado urbano. Y un evento como la Bienal de La Habana
los pone a circular en un sistema abierto de propuestas artísticas,
los exhibe e integra en su estructura y organización, y los
muestra a un público quizás cautivo en las esplendentes
y eficaces redes de una postmodernidad que no ha hecho suficiente
justicia con ellas, atareada todavía en privilegiar otras más
cercanas al mercado, a los controversiales dictados de una curadoría
internacional contemporánea… y a la “tiranía
de los museos”. Sin embargo, ellos continúan siendo elementos
constitutivos y profundos de nuestra identidad a nivel, ambiental,
cultural y social, y la Bienal de La Habana no renuncia a insistir
sobre cualquiera de los aspectos que puedan arrojar luz sobre nuestras
vidas y destinos aún a riesgo de repetirnos.
Copenhague
/ FOTO:
Ximena Narea
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Seguimos
empeñados, pues, en tratar de identificar nuestras múltiples
identidades y rostros, porque son muchos, quizás demasiados.
Cuando
muchos creen conocernos gracias a los avances en determinadas ciencias
y disciplinas humanísticas, descubrimos entonces con preocupación
y entusiasmo esos elementos que han permanecido poco visibles a nuestros
ojos y corazones.
Hay
quienes creen saberlo todo, o casi todo, sobre sí mismos: felices
seres.
Nosotros
creemos no conocer lo suficiente sobre ese enmarañado tejido
visual, cultural, que subyace en nuestras ciudades a no ser “eso”
que se trasmite diariamente por la televisión y los periódicos.
Es
acerca de este fenómeno tan excitante y polémico que
nos pronunciamos en un evento internacional que debe aspirar a servir
de encuentro de ideas y seres humanos a pesar de las serias dificultades
económicas por las que atravesamos.
(Nota
del autor: este texto es una versión, con muy escasas modificaciones,
del original publicado en el Catálogo General de la novena
edición de la Bienal de La Habana, marzo-abril de 2006)