Con las ciudades sucede algo similar a lo que aconteció con las
identidades; durante mucho tiempo fueron consideradas estructuras de
orden cerrado, con fisionomías estables e inamovibles. Sólo
la modernidad arquitectónica intentó transformar sus espacios
“mediante innovaciones más o menos utópicas”.
Sin embargo, el impacto posmoderno sobre las estructuras heredadas de
esa modernidad, el desplazamiento hacia las orbes de una población
cada vez más numerosa y diversa, la aceleración del ritmo
de la vida, la hegemonía de la publicidad, y la densidad arrolladora
del tráfico vehicular, las convirtieron en complejas cartografías
no sólo topográficas, sino también sociales, administrativas,
habitacionales o culturales.
Cada
vez son más los que abandonan el campo y deciden correr la aventura
de instalarse en las ciudades. Tal desbordamiento demográfico
genera un intenso e irreversible ciclo de urbanización. Es un
proceso cuya escala y vertiginoso ritmo nadie imaginó jamás.
Algunas estadísticas grafican ese crecimiento. Según datos
recientes publicados a raíz del Día Mundial del Medio
Ambiente (2005) se estima que hoy en día cerca de la mitad de
la población del planeta vive en áreas urbanas, pero para
el 2030 esa cifra será de más del 60 %. A ese ritmo, en
el 2015 existirán 23 megalópolis con más de 10
millones de habitantes cada una, y de ellas 19 pertenecerán a
países en desarrollo, con pocas probabilidades de enfrentar con
éxito los serios problemas que tal crecimiento acarrea.
En
estos momentos en los países más desarrollados el 75 %
de la población es urbana. En ellos la urbanización ha
coincidido, en buena medida, con el crecimiento económico y de
la riqueza. Pero la situación es otra, y mucho más alarmante,
para los países del sur, pues para el 2020 más de la mitad
de los habitantes de las naciones eufemísticamente llamadas “en
vías de desarrollo” vivirán en ciudades. En la actualidad,
cerca de un billón de personas, principalmente de Asia, África
y América Latina viven en suburbios o asentamientos irregulares.
Consideraciones
de esta naturaleza sitúan el tema de la ciudad y la cultura urbana
en el epicentro de los estudios contemporáneos. En los últimos
tiempos la ciudad, y todo lo que en ella acontece, es foco de atención
de las ciencias sociales y es también un elemento a no desestimar
por el arte, dedicándosele innumerables acciones y prácticas
curatoriales. Baste recordar por ejemplo, InSITE 97, en la frontera
México-Estados Unidos (en las ciudades de Tijuana y San Diego);
Iconografías metropolitanas en la 25 Bienal de Sao Paulo, 2002;
Todo incluido. Imágenes urbanas de Centroamérica, Madrid,
2004; P.R. 00 y P.R. 02, en San Juan, Puerto Rico; Ciudad múltiple,
Ciudad Panamá, 2003; La ciudad ideal, Bienal de Valencia, 2003,
entre otras.
Cabe
afirmar que la agonía estructural y social de las ciudades no
es nueva. Desde el decenio de los 80 del pasado siglo, las políticas
globalizadoras y la desterritorialización de las estructuras
económicas, financieras y de mercado de raíz neoliberal
remarcaron las diferencias y desigualdades entre las diferentes zonas
geopolíticas del planeta. Esas desproporciones favorecieron la
estampida intempestiva de grandes masas humanas hacia los asentamientos
más afortunados del norte industrializado o mejor cualificados
del Tercer Mundo, movimientos humanos alimentados por la multiplicación
de la pobreza, el resurgimiento de los conflictos internacionales o
regionales, las desavenencias etno-religiosas, los problemas medioambientales
y los cambios en el comportamiento climático a nivel global.
El
Caribe es un buen ejemplo de grandes des-plazamientos. Hace unos cinco
años, el artista venezolano Ricardo Benaím apareció
en La Habana con la emisión de la moneda Caribe que funcionaba
como patrón monetario para toda la región y tenía
equivalencias financieras con los signos de cambio de las monedas de
mayor solvencia y circulación en el mundo.1
Desplegada como performance callejero, instaló una pequeña
escenografía dispuesta a modo de casa de cambio ambulante cuya
apropiación del procedimiento bancario de compra-venta de billetes
era un gesto intromisorio, desde el arte, en los mecanismos de poder
económico y financiero internacionales. Aquel acto connotaba
la precariedad de las economías caribeñas dependientes
de la industria del turismo o de unos pocos recursos, obligadas a concertar
estrategias conjuntas de sobrevivencia en un panorama adverso regido
por mecanismos de articulación planetaria, por la conformación
de bloques geopolíticos y económicos interregionales competitivos,
dispuestos a enfrentar las nuevas reglas de juego de la mundialización.
Esas desventajas sobre las cuales reflexionaba Benaím condicionan
en las poblaciones del área sus éxodos migratorios.
De
modo que el “espejismo del progreso”, la idea de la gran
ciudad presentada como el paraíso terrenal, con mejores fuentes
de empleo, servicios, vivienda, y calidad de vida, contribuye a que
grandes conglo- merados humanos invadan espacios insuficientes para
recibir un impacto físico y social que las excede, trayendo consigo
el deterioro agigantado de los principales centros urbanos por un desbordamiento
poblacional incontenible. La definición del problema conocido
inicialmente como fenómeno de la capitalinidad, circunscrito
a movimientos internos hacia las capitales, ya no describe objetivamente
el síndrome de las ciudades.
Los esfuerzos modernizadores inconclusos reper-cutieron en la hipertrofia
de los constructos urbanos. Años atrás, Néstor
García Canclini resumía algunas de las consecuencias de
ese empeño modernizador para América Latina, señalando
como “sin viviendas, ni servicios sanitarios, ni escuelas, ni
trabajos suficientes, y sobre todo sin planes reguladores ni inversiones
adecuadas, el desordenado crecimiento de las periferias y la degradación
del centro urbano de las grandes urbes engendraron megalópolis
(...) y ciudades medias de crecimiento atropellado, cuyos rasgos predominantes
son lo contrario del proyecto moderno: en vez de racionalización
de la vida pública, el caos producido por la privatización
del espacio urbano que hacen millones de coches y decenas de miles de
vendedores ambulantes; el desarrollo industrial, el comercio formal
e informal fueron agravando año tras año la contaminación
del suelo, el agua y el aire”2, algo que recuerda
el trasfondo casi subliminal de Ridley Scott en aquella ciudad sombría
de Blade Runner.
Si
se traducen todos estos argumentos, una cosa sería hablar de
esos problemas en relación con las grandes ciudades del mundo
industrializado, cartesianas, ultramodernas, ordenadas, y otra muy distinta
identificarlos al sur del mundo, como tan ingenuo sería comparar,
a pesar de las analogías formales, las “metrópolis
futuristas” de Chirs Burden con las “simulaciones arquitectónicas”
de Bodys Isek Kinguelez (Congo), cargadas críticamente por la
historia colonial de África y su rol fiduciario en la prosperidad
económica occidental.
Las
naciones de América Latina, Asia o África marcan las antípodas
de la opulencia; en sus extensos reductos de exclusión prevalece
la tugurización del hábitat. Los amplios cinturones de
pobreza que rodean las capitales, sean éstos las favelas en Brasil,
los cerros en Caracas o los pueblos nuevos en Lima, definen zonas oscuras
llenas de conflictos sociales, segregación e inseguridad convenientemente
ocultas de las miradas indiscretas tras las campañas publicitarias
y las políticas gubernamentales, para que jamás empañen
las seductoras páginas de los promocionales turísticos.
Una buena ilustración en este caso podría ser el istmo
centroamericano. Vendido como un paraíso ecológico y de
biodiversidad, la historia es diferente en muchos de sus enclaves metropolitanos,
paradigmas de caos y ausencia de planificación.3
La inseguridad imperante en ellos obliga a sus habitantes a llevar una
vida “enrejada” o a contratar los servicios de las agencias
de protección. Hace unos años el artista costarricense
Federico Herrero se refería, tal vez tangencialmente, a ese asunto
en una serie de intervenciones en casetas de vigilancia en San José,
a las cuales modificaba su funcionalidad al convertirlas en “baños
públicos”, etc. Su proyecto documentaba la proliferación
de esta nueva tipología arquitectónica que ya forma parte
del perfil de algunas ciudades latinoamericanas.
La
agonía de los conceptos sobre la ciudad moderna impone todo un
desafío a la voluntad normativa de los estados, hace añicos
las concepciones utópicas sobre la organización de la
vida y las expectativas sociales, inutiliza la capacidad de arquitectos
y urbanistas para diseñar espacios y territorios apropiados a
las diferentes funciones de la misma, sobresaliendo la fragmentación
en la trama y sus funciones. Quizás el último proyecto
totalizador sobre este espacio fue el diseñado en la Carta de
Atenas por el racionalismo arquitectónico, con una pretendida
segregación de las cuatro funciones básicas, cuyo fracaso
es de todos conocido.
Varias
derivaciones ejemplifican las complejidades morfológicas desarrolladas
en el mapa citadino. Una de ellas es la alienación del edificio
postmoderno, descrita por Fredric Jameson cuando apuntaba cómo
a la ciudad tradicional o moderna le reemplaza la variante posmoderna
de la miniciudad autosuficiente, aislada de lo circundante. Jameson
cita como ejemplos a Beaubourg, en París y al hotel Westin Bonaventura,
de Los Ángeles, prototipos de un hiperespacio que aspira a ser
el sustituto o el equivalente mismo de la ciudad, sin pretender que
éstos incidan en la transformación del entorno circundante
o se articulen a él.4
Otra
problemática señala el desdibuje de las fronteras entre
centralidad y periferia, la asimilación de los antiguos márgenes
y otras comunidades aledañas que convierte a las ciudades en
metrópolis superpobladas. Algunos autores (Roberto Segre y García
Canclini entre ellos) han llamado la atención sobre cómo
es muy común observar, en dicho proceso, que determinada matriz
habitacional asuma los espacios anexos a ella, de modo tal que dentro
de una misma estructura terminan yuxtaponiéndose las incon-gruencias
arquitectónicas y urbanísticas de varios enclaves diferentes.5
La megaciudad, o la versión más compleja de la actual
urbe: la megalópolis (término acuñado por el urbanista
Jean Gortmann), define la operación inédita de conurbanización,
entendida ésta como la fusión de grandes núcleos
habitacionales colindantes entre sí que diluyen indefinidamente
sus bordes, articulados en torno a la retícula principal, algo
visible en las agrupaciones de grandes ciudades de las costas oeste
y atlántica de los Estados Unidos y se avizora sucederá
en otras latitudes, como en apacibles parajes del istmo centroamericano,
como Heredia, San José y Alajuela, en Costa Rica.
Sin
pretender agotar tan complejo tema, otras cuestiones plantean la alternativa
tipo la Generic City, correlato postmoderno en Asia de la Brasilia racionalista,
consecuencia del poder devastador de fórmulas universalizadoras6,
o las nuevas prolon-gaciones de la ciudad “plaisir”, del
modelo Las Vegas o Disneylandia, en las versiones actuales de los parques
temáticos y las nuevas estructuras para el ocio.
El
territorio urbano se torna esponjoso, de una porosidad nunca antes imaginada.
Los discursos contemporáneos sobre el nomadismo y los des-plazamientos
le imprimen un giro a este tema que va más allá de sus
dramáticos efectos humanos o afectivos, como fueron enfocados
en los años 80 y los 90. Vista desde esta perspectiva, esa movilidad
actúa como una cuña desestabilizadora en el buen sentido,
pues genera cambios en el interior de los estamentos socioculturales
establecidos. Las lecturas desde el arte sobre la transterritorialidad
pueden tener matices muy diversos. La “ubicuidad” de los
“actores globales” subyace en la base de la ambigüedad
significante estratégicamente proyectada en algunas de las experiencias,
por ejemplo, de Gabriel Orozco7, uno de los paradigmas
del “artista deslocalizado”. El uso sistemático de
códigos nómadas también influyó deliberadamente
en la Ciudad Transportable de Los Carpinteros (Cuba) presentada en la
Séptima Bienal de La Habana en el año 2000. Aquella instalación
creada con carpas o tiendas de campañas que reproducían
a imagen y semejanza algunos de los símbolos arquitectónicos
a través de los cuales se han representado distintas manifestaciones
del poder en la isla, desde el político hasta el religioso, insistía
justamente en esa provisionalidad de la experiencia contemporánea,
al tiempo que connotaba el valor instrumental simbólico o idiosincrático
de lo que se arrastra en cada travesía.
El
colapso como espacio socialmente homogéneo o previsible, subordinado
a la introducción de nuevos individuos y grupos sociales, al
entrecruce de las vidas, las memorias y las historias de los hombres,
repercute en las nuevas relaciones humanas y sociales y en la construcción
de nuevas identidades.8 Sus consecuencias se observan
en las “babel” contemporáneas: Londres, Berlín,
Nueva York o Los Ángeles, pero están actuando también
de manera incisiva en otros contextos menos cosmopolitas, como Lima,
en Perú, cuyo tegumento identitario continúa en ciernes
a partir de las intersecciones de habitantes de la costa, la sierra
y la selva. Esto implica, asimismo la desaparición del sujeto
centrado defendido por los cánones de la moder-nidad. Esta modificación
de la dramaturgia individual depende de las características y
condiciones de cada experiencia particular, e interpreta la inestabilidad
de un sujeto despojado de su sentido de ubicación en el espacio,
que no puede identificar su propia posición en la nueva totalidad
urbana y debe rehacer sus coordenadas de orientación según
nuevas prácticas de inserción en el corpus colectivo y
en la trama citadina. Esta incapacidad cognitiva y cartográfica
está subordinada a la dificultad - señalada por Jean Baudrillard
- para salvaguardar la identidad en una época donde la antigua
aspiración de “parecerse a los demás y perderse
en la multitud” ha sido sustituida por la obsesión de “parecerse
únicamente a uno mismo”.9
Dicha
desorientación conduce a Fernando Castro a metaforizar el contexto
público con un abismo por el cual deambulamos. Quizás
por esto los situacionistas fueron al extremo opuesto de lo que el modernismo
arquitectónico entendía, enunciando la derive como movilidad
e interrelación, o lectura del espacio supeditado a los paisajes
fragmentados que el ser humano configura en sus recorridos habituales10,
una perspectiva influyente a no dudar en algunas prácticas artísticas
contemporáneas, de signo performativo, interesadas en explorar
el arte como proceso o experiencia cotidiana, al estilo de los recorridos
urbanos de Francis Alÿs (Bélgica-México).
La
transitoriedad generada en lo cultural es una de las consecuencias más
atractivas de esta situación. Al acceder a la ciudad y crearse
nuevas comunidades, los nuevos sujetos sociales disturbian la composición,
el carácter y la diversidad del entorno urbano. Podría
decirse, además, que es uno de los escenarios en donde se prolongan
las tensas contaminaciones entre lo global y lo local. Estos nuevos
sujetos arrastran consigo sus costumbres, sus hábitos; son portadores
de nuevas sensibilidades e improntas culturales, y estas penetran las
fisuras del contexto que los asimila, instrumentando experiencias interculturales
enriquecedoras. No me refiero al tan llevado y traído axioma
multicultural, definido con razón por Gerardo Mosquera como una
“prisión sin muros”, sino a otro tipo de “transacción”.
En
las ciudades coexisten simultáneamente muchas realidades. La
cultura visual vehiculiza en cierta forma el éxtasis y la fascinación
por los objetos; responde a una promiscua convivencia de imágenes
de muy diverso origen ordenadas fundamentalmente mediante las estrategias
hegemónicas y homogeneizadoras de la cultura de masas y de las
transnacionales. El fotógrafo Walker Evans puede ser un adelantado
en el registro temprano de ese abarrotado universo de letreros, anuncios
y pasquines con ensayos como Habana, 1933, donde se apreciaba ya la
voracidad de imágenes actuando sobre el individuo. Pero fueron
el New Dadá y el Pop quienes legitimaron la imagen popular, los
productos seriados y el objeto trivial obsesivamente estereotipados
en la vida urbana. La diferencia entre sus transcripciones y la actualidad
estriba en la alucinante circulación global adquirida hoy en
día por los productos de la Coca Cola o la McDonald, en la eficacia
comunicativa de los afiches, las supervallas publicitarias, los anuncios
de neón, las grandes pantallas lumínicas, los comerciales
televisivos o las telenovelas, que saturan todos los rincones del planeta
e incentivan operatorias de simulacro en una población históricamente
familiarizada con los medios de la industria cultural. Esta reproduce
las dicotomías entre la realidad vivida, llena de carencias insatisfechas,
y su transcripción mediáticamente consumida, sucedáneo
virtual para el vacío existencial de la necesidad, creado e impuesto
por los medios publicitarios y por un sistema cultural de valores cada
vez más efímero.11 La hegemonía
de signo high-tech, lleva las de ganar y modifica sustancialmente los
modos de vida, el compor-tamiento social, las costumbres, las creencias
e interesa hasta las prácticas religiosas del ser común.
Al
mismo tiempo, una de las formas resultantes de ese engranaje descansa
en los intercambios culturales de doble sentido. Si bien la aparente
universalización de la experiencia del consumo imprime en contextos
no desarrollados nuevas franquicias en la proyección colectiva,
que resuelve estas dicotomías mediante ensamblajes culturales
y productos híbridos12, el cúmulo
de imágenes y sonidos salidos de los imaginarios populares, impulsados
por la iniciativa espontánea de la gente, diagrama un nuevo sentido
para esa cultura visual a la cual se enfrenta el transeúnte.
También influyen activamente en las nuevas expresiones identitarias
o culturales que se están construyendo básicamente en
escenarios urbanos, cuyos referentes provienen de la iconografía
dispuesta en el transporte popular, los anuncios de la pequeña
y mediana empresa, el abigarrado montaje de los mercados callejeros
y otros escenarios de la economía informal, los registros de
las minorías étnicas o de las comunidades gay.
Existen
otras manifestaciones a no desestimar en esa polifonía simbólica,
como el habla callejera, el ruido ambiente, la performatividad humana,
la gestualidad o corporalidad cotidianas de la gente, o las sonoridades
de expresiones musicales populares como el hip hop, el reguetón
o la tecnocumbia andina, fenómenos muy complejos que atraen al
sector más joven de la población.
Por
su parte, mientras las pautas de una concepción posmoderna diseñan
un mapa de nuevas jerarquías diseminadas aleatoriamente, las
tipologías más novedosas suplantan las funciones antes
encomendadas a espacios tradicionales de la vida pública y doméstica.
Un nuevo orden de indicaciones simbólicas, poderes y mutaciones
territoriales sustituye y de hecho inutiliza las nociones tradicionales
de centro, de parques y de plazas, sobre las cuales había recaído
en buena medida la articulación del espacio público y
la comunicación social.13 Lo que Jacques
le Goff definía como “lugares de la memoria”, es
decir, los arquetipos históricos o religiosos, se han visto obligados
a coexistir con el glamour del shopping center, con los grandes bulevares,
con la visibilidad omnipresente de las empresas y las marcas, transcripciones
todas de la “sociedad del espectáculo”. Su antiguo
sitial lo ocupan los residenciales amurallados, los condominios, los
emblemas del progreso urbano, los bancos, las corporaciones transnacionales,
las torres de acero y cristal, las antenas satelitales o los grandes
centros comerciales, decretando la disfuncionalidad para las iglesias
y catedrales (sus cúpulas y campanarios), los monumentos o para
los pilares del poder gubernamental, referentes que actuaban hasta entonces
como huellas significativas dentro del paisaje citadino.
Como
es lógico, todos estos inciden hoy en día en el rediseño
del concepto de paisaje, oxigenando las prácticas contemporáneas
del género. Si a mediados de los años 90 el escenario
artístico derivó en buena medida hacia la recuperación
de los expedientes de la memoria personal o colectiva, encerrada en
el callejón sin salida del documento o del llamado “mal
de archivo”, esa dominante la sustituyen ahora las reformulaciones
del paisaje, sus reorientaciones recientes –donde sobresalen planteos
de base arqueológica, construcciones psicosociales o registros
fotográficos-, articuladas en buena medida a las potencialidades
cambiantes del texto urbano, es decir, las transformaciones radicales
de la imagen de la ciudad, sus nuevas cartografías, el caos,
la frag-mentación y el desorden imperante en ellas, las tensiones
entre tradición y modernidad inconclusa, las contradicciones
entre lo rural y lo urbano, así como las nuevas claves mediáticas
distribuidas en su extenso territorio.
Por
último, habría que considerar el énfasis en las
producciones para el espacio urbano, conocidas indistintamente por arte
público, arte urbano u otras denominaciones. Según García
Canclini, el arte para ese contexto ya no se concibe desde la fórmula
simplista o romántica de sacar las obras de los museos con el
objetivo de “cualificar” el ámbito citadino, como
tampoco queda satisfecho con el trascendentalismo conmemorativo que
llenó nuestras ciudades de estatuas, obeliscos y monumentos.
El
interés creciente por expandir las fronteras del arte fuera de
los sacrosantos recintos interiores del museo o de la galería
avanza por otro camino, en con-comitancia con las peculiaridades del
entorno, sus significados y su historia, con las comunidades que lo
habitan, lo recorren o lo modifican cotidianamente. La producción
de sentidos revaloriza en este caso la “apropiación y el
uso” de ese espacio público por seres anónimos,
e incide directamente en la imagen de la ciudad; sus acciones tienen
una razón de ser social, cultural y política muy volátil,
procesual, reconfigurada en el acontecer diario.
Muchos
son los artistas cuyas propuestas tienen como escenario primordial el
espacio exterior y la arquitectura, en los cuales crean experiencias
de resonancia social, identitaria o cultural, tejen nexos entre lo vivencial
y la estructura urbana y social. Ellos exploran mecanismos comunicativos
muchas veces camuflados o en el completo anonimato, articulan sus acciones
o intervenciones confundidos con el transeúnte, están
más interesados en “vivir” desde la experiencia del
arte que en documentarla, o convertir el arte en experiencia de vida.
Aceptan las claves impuestas por la ciudad para deconstruir los rituales
cotidianos, emplazar objetos en ella, generar mecanismos de inserción
social o diseminar acotaciones performativas imperceptibles o pertur-badoras
dentro del paisaje, redundando siempre en las fracturas entre el artista
y el público, el interior y el exterior, lo público y
lo privado.
Entre
las prácticas diseñadas para esos espacios aparecen experiencias
de desinstitucionalización interesadas en devolver la voz a los
habitantes de las comunidades urbanas, abrir intersticios alternativos
radiales, periodísticos, mediales, puestos en función
de difundir sus vidas, sus historias, sus memorias. El espacio del museo
o de la galería puede ser igualmente sometido a un desmonte operativo
en museos peatonales o inauguraciones ficticias concebidas para interactuar
fuera de esos recintos, en la acera o en la calle.
Asimismo,
las citas de las variantes informales del mercado adquieren la forma
de quioscos o de simulaciones ambulantes de expendio de mercancías,
en estos casos culturales. Una de ellas, el Colectivo Cambalache (Carolina
Caicedo) parodia desde su nombre esa suerte de trueque fetichista ancestral
para desplazarlo hacia el terreno artístico.
Estas
y otras razones hacen mirar hacia ese carácter conflictual implícito
en la ciudad, hacia el impacto de las culturas urbanas hoy día,
desde una posición abierta, plural, que repara tanto en las bondades
aparejadas a la urbe como en las múltiples contradicciones irresueltas
al interior de ella. Explica, de igual modo, la primacía que
este espacio adquiere dentro de las prácticas artísticas
o curatoriales contemporáneas. La ciudad es en la actualidad
un punto de referencia obligado, se ha convertido en territorio para
explorar nuevas potencialidades visuales, para encontrar otros modos
posibles de expandir el alcance restringido del arte más allá
del recinto amurallado de la galería o del museo, del espacio
perverso de lo comercial, para desmontar las coartadas restrictivas
de los mismos. Es muy probable que el museo, la galería o el
mercado jamás mueran, como tampoco ha muerto la pintura ni terminó
la historia, pero la ciudad y el espacio público son sin dudas
una nueva alternativa y su gran competidor; es el lugar en el cual,
como vaticinaba Harald Szeemann, acontecerá el imprevisible arte
del futuro.