Heterogénesis - Revista de Artes Visuales - 2006 nr 55-56
NOVENA BIENAL DE LA HABANA


Shipa Gupta (India) - Intervención FOTO: Ximena Narea




 




José Manuel Noceda


Una de las peculiaridades de la Bienal de La Habana ha sido construir una continuidad discursiva entre sus diferentes ediciones, estableciendo cierta dialogicidad temática entre ellas, de modo que uno casi siempre identifica en la cita anterior detalles premonitorios del objeto de estudio de lo que será la siguiente.

Desde esa presunción causal, los antecedentes de algunos de los postulados temáticos, lingüísticos y procesuales, que la novena edición intenta demostrar son mucho más antiguos y complejos al interior de sus diferentes convocatorias, y pueden rastrearse desde una fecha tan temprana como 1986, en el Taller de Julio Le Parc organizado durante la Segunda Bienal. En aquella oportunidad, Le Parc trabajó junto a jóvenes artistas cubanos en CODEMA (Consejo Asesor para el Desarrollo de la Escultura Monumentaria y Ambiental) una serie de estructuras “exhibidas” luego en el parque aledaño a la misma, en imaginativo despliegue lúdico-interactivo de objetos artísticos en el espacio público. Con similar espíritu, los asistentes al Taller de Cometas Chinos, en la Cuarta Bienal (1991), culminaron empinando vistosos papalotes una mañana invernal frente al malecón capitalino, en el Parque Maceo. Como parte de esta historia valdría recordar otras señales precedentes, como las maquetas del mexicano Gabriel Macotela (1994) o las experiencias de fundamento arqueológico sobre el deterioro, del cubano Carlos Garaicoa (1994-1997).

Pero estas eran experiencias aisladas en medio de una alternativa al cerco impuesto para las producciones artísticas del por entonces mejor definido Tercer Mundo por la mainstream, concentrado en debatir cuestiones trascendentales alusivas a las tensiones entre centro y periferia, tradición y contemporaneidad, con obras pensadas para exhibir bajo techo.

Sólo en las dos últimas bienales se ha intentado sistematizar algunas reflexiones asociadas al contexto urbano y su multiplicidad sociocultural. Entre ellas resaltan las iniciativas comunitarias implementadas por Monica Nador (Brasil) en el barrio San Isidro en el 2000, o los proyectos Mover las Cosas, en el Reparto Alamar, al este de La Habana, e Isaroko, idea original de los artistas cubanos Roberto Diago, Choco y Manuel Mendive en el solar La California, en Centro Habana, ambos en la Octava Bienal (2003). En esta edición, además, dentro de las dicotomías localizadas en los trasvases del “arte con la vida” no pocos invitados asumieron ciertas claves sobre la ciudad, de ahí que obras como las de Artes No Decorativas S.A. (Ecuador), Federico Herrero (Costa Rica), Daniel Lima y Bijari (Brasil), el Grupo Nómada (Colombia), Nelson y Liudmila o el Departamento de Intervenciones Públicas (Cuba) adelantaran desde muy diversas perspectivas e intereses ciertos tópicos a profundizar en esta novena edición, dedicada a las “dinámicas de la cultura urbana”.

Las ciudades constituyen hoy un gran laboratorio cultural. Denominaciones como “sociedad del espectáculo”, “sociedad de los media”, “desurbanización”, “ciudad esquizofrénica”, etc., intentan describir las grandes interrogantes planteadas en su interior o conceptúan la necesidad de modificar la mirada hacia lo que en ellas está sucediendo. Entender los textos insertos en la cultura urbana implica reconocer en primera instancia cómo las tramas arquitectónicas y urbanísticas han evolucionado hasta el presente, y luego cómo determinan en ella los procesos socioculturales.

 

Elisa Strada (Argentina): Despertares
FOTO: Ximena Narea


Con las ciudades sucede algo similar a lo que aconteció con las identidades; durante mucho tiempo fueron consideradas estructuras de orden cerrado, con fisionomías estables e inamovibles. Sólo la modernidad arquitectónica intentó transformar sus espacios “mediante innovaciones más o menos utópicas”. Sin embargo, el impacto posmoderno sobre las estructuras heredadas de esa modernidad, el desplazamiento hacia las orbes de una población cada vez más numerosa y diversa, la aceleración del ritmo de la vida, la hegemonía de la publicidad, y la densidad arrolladora del tráfico vehicular, las convirtieron en complejas cartografías no sólo topográficas, sino también sociales, administrativas, habitacionales o culturales.

Cada vez son más los que abandonan el campo y deciden correr la aventura de instalarse en las ciudades. Tal desbordamiento demográfico genera un intenso e irreversible ciclo de urbanización. Es un proceso cuya escala y vertiginoso ritmo nadie imaginó jamás. Algunas estadísticas grafican ese crecimiento. Según datos recientes publicados a raíz del Día Mundial del Medio Ambiente (2005) se estima que hoy en día cerca de la mitad de la población del planeta vive en áreas urbanas, pero para el 2030 esa cifra será de más del 60 %. A ese ritmo, en el 2015 existirán 23 megalópolis con más de 10 millones de habitantes cada una, y de ellas 19 pertenecerán a países en desarrollo, con pocas probabilidades de enfrentar con éxito los serios problemas que tal crecimiento acarrea.

En estos momentos en los países más desarrollados el 75 % de la población es urbana. En ellos la urbanización ha coincidido, en buena medida, con el crecimiento económico y de la riqueza. Pero la situación es otra, y mucho más alarmante, para los países del sur, pues para el 2020 más de la mitad de los habitantes de las naciones eufemísticamente llamadas “en vías de desarrollo” vivirán en ciudades. En la actualidad, cerca de un billón de personas, principalmente de Asia, África y América Latina viven en suburbios o asentamientos irregulares.

Consideraciones de esta naturaleza sitúan el tema de la ciudad y la cultura urbana en el epicentro de los estudios contemporáneos. En los últimos tiempos la ciudad, y todo lo que en ella acontece, es foco de atención de las ciencias sociales y es también un elemento a no desestimar por el arte, dedicándosele innumerables acciones y prácticas curatoriales. Baste recordar por ejemplo, InSITE 97, en la frontera México-Estados Unidos (en las ciudades de Tijuana y San Diego); Iconografías metropolitanas en la 25 Bienal de Sao Paulo, 2002; Todo incluido. Imágenes urbanas de Centroamérica, Madrid, 2004; P.R. 00 y P.R. 02, en San Juan, Puerto Rico; Ciudad múltiple, Ciudad Panamá, 2003; La ciudad ideal, Bienal de Valencia, 2003, entre otras.

Cabe afirmar que la agonía estructural y social de las ciudades no es nueva. Desde el decenio de los 80 del pasado siglo, las políticas globalizadoras y la desterritorialización de las estructuras económicas, financieras y de mercado de raíz neoliberal remarcaron las diferencias y desigualdades entre las diferentes zonas geopolíticas del planeta. Esas desproporciones favorecieron la estampida intempestiva de grandes masas humanas hacia los asentamientos más afortunados del norte industrializado o mejor cualificados del Tercer Mundo, movimientos humanos alimentados por la multiplicación de la pobreza, el resurgimiento de los conflictos internacionales o regionales, las desavenencias etno-religiosas, los problemas medioambientales y los cambios en el comportamiento climático a nivel global.

El Caribe es un buen ejemplo de grandes des-plazamientos. Hace unos cinco años, el artista venezolano Ricardo Benaím apareció en La Habana con la emisión de la moneda Caribe que funcionaba como patrón monetario para toda la región y tenía equivalencias financieras con los signos de cambio de las monedas de mayor solvencia y circulación en el mundo.1 Desplegada como performance callejero, instaló una pequeña escenografía dispuesta a modo de casa de cambio ambulante cuya apropiación del procedimiento bancario de compra-venta de billetes era un gesto intromisorio, desde el arte, en los mecanismos de poder económico y financiero internacionales. Aquel acto connotaba la precariedad de las economías caribeñas dependientes de la industria del turismo o de unos pocos recursos, obligadas a concertar estrategias conjuntas de sobrevivencia en un panorama adverso regido por mecanismos de articulación planetaria, por la conformación de bloques geopolíticos y económicos interregionales competitivos, dispuestos a enfrentar las nuevas reglas de juego de la mundialización. Esas desventajas sobre las cuales reflexionaba Benaím condicionan en las poblaciones del área sus éxodos migratorios.

De modo que el “espejismo del progreso”, la idea de la gran ciudad presentada como el paraíso terrenal, con mejores fuentes de empleo, servicios, vivienda, y calidad de vida, contribuye a que grandes conglo- merados humanos invadan espacios insuficientes para recibir un impacto físico y social que las excede, trayendo consigo el deterioro agigantado de los principales centros urbanos por un desbordamiento poblacional incontenible. La definición del problema conocido inicialmente como fenómeno de la capitalinidad, circunscrito a movimientos internos hacia las capitales, ya no describe objetivamente el síndrome de las ciudades.
Los esfuerzos modernizadores inconclusos reper-cutieron en la hipertrofia de los constructos urbanos. Años atrás, Néstor García Canclini resumía algunas de las consecuencias de ese empeño modernizador para América Latina, señalando como “sin viviendas, ni servicios sanitarios, ni escuelas, ni trabajos suficientes, y sobre todo sin planes reguladores ni inversiones adecuadas, el desordenado crecimiento de las periferias y la degradación del centro urbano de las grandes urbes engendraron megalópolis (...) y ciudades medias de crecimiento atropellado, cuyos rasgos predominantes son lo contrario del proyecto moderno: en vez de racionalización de la vida pública, el caos producido por la privatización del espacio urbano que hacen millones de coches y decenas de miles de vendedores ambulantes; el desarrollo industrial, el comercio formal e informal fueron agravando año tras año la contaminación del suelo, el agua y el aire”2, algo que recuerda el trasfondo casi subliminal de Ridley Scott en aquella ciudad sombría de Blade Runner.

Si se traducen todos estos argumentos, una cosa sería hablar de esos problemas en relación con las grandes ciudades del mundo industrializado, cartesianas, ultramodernas, ordenadas, y otra muy distinta identificarlos al sur del mundo, como tan ingenuo sería comparar, a pesar de las analogías formales, las “metrópolis futuristas” de Chirs Burden con las “simulaciones arquitectónicas” de Bodys Isek Kinguelez (Congo), cargadas críticamente por la historia colonial de África y su rol fiduciario en la prosperidad económica occidental.

Las naciones de América Latina, Asia o África marcan las antípodas de la opulencia; en sus extensos reductos de exclusión prevalece la tugurización del hábitat. Los amplios cinturones de pobreza que rodean las capitales, sean éstos las favelas en Brasil, los cerros en Caracas o los pueblos nuevos en Lima, definen zonas oscuras llenas de conflictos sociales, segregación e inseguridad convenientemente ocultas de las miradas indiscretas tras las campañas publicitarias y las políticas gubernamentales, para que jamás empañen las seductoras páginas de los promocionales turísticos. Una buena ilustración en este caso podría ser el istmo centroamericano. Vendido como un paraíso ecológico y de biodiversidad, la historia es diferente en muchos de sus enclaves metropolitanos, paradigmas de caos y ausencia de planificación.3 La inseguridad imperante en ellos obliga a sus habitantes a llevar una vida “enrejada” o a contratar los servicios de las agencias de protección. Hace unos años el artista costarricense Federico Herrero se refería, tal vez tangencialmente, a ese asunto en una serie de intervenciones en casetas de vigilancia en San José, a las cuales modificaba su funcionalidad al convertirlas en “baños públicos”, etc. Su proyecto documentaba la proliferación de esta nueva tipología arquitectónica que ya forma parte del perfil de algunas ciudades latinoamericanas.

La agonía de los conceptos sobre la ciudad moderna impone todo un desafío a la voluntad normativa de los estados, hace añicos las concepciones utópicas sobre la organización de la vida y las expectativas sociales, inutiliza la capacidad de arquitectos y urbanistas para diseñar espacios y territorios apropiados a las diferentes funciones de la misma, sobresaliendo la fragmentación en la trama y sus funciones. Quizás el último proyecto totalizador sobre este espacio fue el diseñado en la Carta de Atenas por el racionalismo arquitectónico, con una pretendida segregación de las cuatro funciones básicas, cuyo fracaso es de todos conocido.

Varias derivaciones ejemplifican las complejidades morfológicas desarrolladas en el mapa citadino. Una de ellas es la alienación del edificio postmoderno, descrita por Fredric Jameson cuando apuntaba cómo a la ciudad tradicional o moderna le reemplaza la variante posmoderna de la miniciudad autosuficiente, aislada de lo circundante. Jameson cita como ejemplos a Beaubourg, en París y al hotel Westin Bonaventura, de Los Ángeles, prototipos de un hiperespacio que aspira a ser el sustituto o el equivalente mismo de la ciudad, sin pretender que éstos incidan en la transformación del entorno circundante o se articulen a él.4

Otra problemática señala el desdibuje de las fronteras entre centralidad y periferia, la asimilación de los antiguos márgenes y otras comunidades aledañas que convierte a las ciudades en metrópolis superpobladas. Algunos autores (Roberto Segre y García Canclini entre ellos) han llamado la atención sobre cómo es muy común observar, en dicho proceso, que determinada matriz habitacional asuma los espacios anexos a ella, de modo tal que dentro de una misma estructura terminan yuxtaponiéndose las incon-gruencias arquitectónicas y urbanísticas de varios enclaves diferentes.5 La megaciudad, o la versión más compleja de la actual urbe: la megalópolis (término acuñado por el urbanista Jean Gortmann), define la operación inédita de conurbanización, entendida ésta como la fusión de grandes núcleos habitacionales colindantes entre sí que diluyen indefinidamente sus bordes, articulados en torno a la retícula principal, algo visible en las agrupaciones de grandes ciudades de las costas oeste y atlántica de los Estados Unidos y se avizora sucederá en otras latitudes, como en apacibles parajes del istmo centroamericano, como Heredia, San José y Alajuela, en Costa Rica.

Sin pretender agotar tan complejo tema, otras cuestiones plantean la alternativa tipo la Generic City, correlato postmoderno en Asia de la Brasilia racionalista, consecuencia del poder devastador de fórmulas universalizadoras6, o las nuevas prolon-gaciones de la ciudad “plaisir”, del modelo Las Vegas o Disneylandia, en las versiones actuales de los parques temáticos y las nuevas estructuras para el ocio.

El territorio urbano se torna esponjoso, de una porosidad nunca antes imaginada. Los discursos contemporáneos sobre el nomadismo y los des-plazamientos le imprimen un giro a este tema que va más allá de sus dramáticos efectos humanos o afectivos, como fueron enfocados en los años 80 y los 90. Vista desde esta perspectiva, esa movilidad actúa como una cuña desestabilizadora en el buen sentido, pues genera cambios en el interior de los estamentos socioculturales establecidos. Las lecturas desde el arte sobre la transterritorialidad pueden tener matices muy diversos. La “ubicuidad” de los “actores globales” subyace en la base de la ambigüedad significante estratégicamente proyectada en algunas de las experiencias, por ejemplo, de Gabriel Orozco7, uno de los paradigmas del “artista deslocalizado”. El uso sistemático de códigos nómadas también influyó deliberadamente en la Ciudad Transportable de Los Carpinteros (Cuba) presentada en la Séptima Bienal de La Habana en el año 2000. Aquella instalación creada con carpas o tiendas de campañas que reproducían a imagen y semejanza algunos de los símbolos arquitectónicos a través de los cuales se han representado distintas manifestaciones del poder en la isla, desde el político hasta el religioso, insistía justamente en esa provisionalidad de la experiencia contemporánea, al tiempo que connotaba el valor instrumental simbólico o idiosincrático de lo que se arrastra en cada travesía.

El colapso como espacio socialmente homogéneo o previsible, subordinado a la introducción de nuevos individuos y grupos sociales, al entrecruce de las vidas, las memorias y las historias de los hombres, repercute en las nuevas relaciones humanas y sociales y en la construcción de nuevas identidades.8 Sus consecuencias se observan en las “babel” contemporáneas: Londres, Berlín, Nueva York o Los Ángeles, pero están actuando también de manera incisiva en otros contextos menos cosmopolitas, como Lima, en Perú, cuyo tegumento identitario continúa en ciernes a partir de las intersecciones de habitantes de la costa, la sierra y la selva. Esto implica, asimismo la desaparición del sujeto centrado defendido por los cánones de la moder-nidad. Esta modificación de la dramaturgia individual depende de las características y condiciones de cada experiencia particular, e interpreta la inestabilidad de un sujeto despojado de su sentido de ubicación en el espacio, que no puede identificar su propia posición en la nueva totalidad urbana y debe rehacer sus coordenadas de orientación según nuevas prácticas de inserción en el corpus colectivo y en la trama citadina. Esta incapacidad cognitiva y cartográfica está subordinada a la dificultad - señalada por Jean Baudrillard - para salvaguardar la identidad en una época donde la antigua aspiración de “parecerse a los demás y perderse en la multitud” ha sido sustituida por la obsesión de “parecerse únicamente a uno mismo”.9

Dicha desorientación conduce a Fernando Castro a metaforizar el contexto público con un abismo por el cual deambulamos. Quizás por esto los situacionistas fueron al extremo opuesto de lo que el modernismo arquitectónico entendía, enunciando la derive como movilidad e interrelación, o lectura del espacio supeditado a los paisajes fragmentados que el ser humano configura en sus recorridos habituales10, una perspectiva influyente a no dudar en algunas prácticas artísticas contemporáneas, de signo performativo, interesadas en explorar el arte como proceso o experiencia cotidiana, al estilo de los recorridos urbanos de Francis Alÿs (Bélgica-México).

La transitoriedad generada en lo cultural es una de las consecuencias más atractivas de esta situación. Al acceder a la ciudad y crearse nuevas comunidades, los nuevos sujetos sociales disturbian la composición, el carácter y la diversidad del entorno urbano. Podría decirse, además, que es uno de los escenarios en donde se prolongan las tensas contaminaciones entre lo global y lo local. Estos nuevos sujetos arrastran consigo sus costumbres, sus hábitos; son portadores de nuevas sensibilidades e improntas culturales, y estas penetran las fisuras del contexto que los asimila, instrumentando experiencias interculturales enriquecedoras. No me refiero al tan llevado y traído axioma multicultural, definido con razón por Gerardo Mosquera como una “prisión sin muros”, sino a otro tipo de “transacción”.

En las ciudades coexisten simultáneamente muchas realidades. La cultura visual vehiculiza en cierta forma el éxtasis y la fascinación por los objetos; responde a una promiscua convivencia de imágenes de muy diverso origen ordenadas fundamentalmente mediante las estrategias hegemónicas y homogeneizadoras de la cultura de masas y de las transnacionales. El fotógrafo Walker Evans puede ser un adelantado en el registro temprano de ese abarrotado universo de letreros, anuncios y pasquines con ensayos como Habana, 1933, donde se apreciaba ya la voracidad de imágenes actuando sobre el individuo. Pero fueron el New Dadá y el Pop quienes legitimaron la imagen popular, los productos seriados y el objeto trivial obsesivamente estereotipados en la vida urbana. La diferencia entre sus transcripciones y la actualidad estriba en la alucinante circulación global adquirida hoy en día por los productos de la Coca Cola o la McDonald, en la eficacia comunicativa de los afiches, las supervallas publicitarias, los anuncios de neón, las grandes pantallas lumínicas, los comerciales televisivos o las telenovelas, que saturan todos los rincones del planeta e incentivan operatorias de simulacro en una población históricamente familiarizada con los medios de la industria cultural. Esta reproduce las dicotomías entre la realidad vivida, llena de carencias insatisfechas, y su transcripción mediáticamente consumida, sucedáneo virtual para el vacío existencial de la necesidad, creado e impuesto por los medios publicitarios y por un sistema cultural de valores cada vez más efímero.11 La hegemonía de signo high-tech, lleva las de ganar y modifica sustancialmente los modos de vida, el compor-tamiento social, las costumbres, las creencias e interesa hasta las prácticas religiosas del ser común.

Al mismo tiempo, una de las formas resultantes de ese engranaje descansa en los intercambios culturales de doble sentido. Si bien la aparente universalización de la experiencia del consumo imprime en contextos no desarrollados nuevas franquicias en la proyección colectiva, que resuelve estas dicotomías mediante ensamblajes culturales y productos híbridos12, el cúmulo de imágenes y sonidos salidos de los imaginarios populares, impulsados por la iniciativa espontánea de la gente, diagrama un nuevo sentido para esa cultura visual a la cual se enfrenta el transeúnte. También influyen activamente en las nuevas expresiones identitarias o culturales que se están construyendo básicamente en escenarios urbanos, cuyos referentes provienen de la iconografía dispuesta en el transporte popular, los anuncios de la pequeña y mediana empresa, el abigarrado montaje de los mercados callejeros y otros escenarios de la economía informal, los registros de las minorías étnicas o de las comunidades gay.

Existen otras manifestaciones a no desestimar en esa polifonía simbólica, como el habla callejera, el ruido ambiente, la performatividad humana, la gestualidad o corporalidad cotidianas de la gente, o las sonoridades de expresiones musicales populares como el hip hop, el reguetón o la tecnocumbia andina, fenómenos muy complejos que atraen al sector más joven de la población.

Por su parte, mientras las pautas de una concepción posmoderna diseñan un mapa de nuevas jerarquías diseminadas aleatoriamente, las tipologías más novedosas suplantan las funciones antes encomendadas a espacios tradicionales de la vida pública y doméstica. Un nuevo orden de indicaciones simbólicas, poderes y mutaciones territoriales sustituye y de hecho inutiliza las nociones tradicionales de centro, de parques y de plazas, sobre las cuales había recaído en buena medida la articulación del espacio público y la comunicación social.13 Lo que Jacques le Goff definía como “lugares de la memoria”, es decir, los arquetipos históricos o religiosos, se han visto obligados a coexistir con el glamour del shopping center, con los grandes bulevares, con la visibilidad omnipresente de las empresas y las marcas, transcripciones todas de la “sociedad del espectáculo”. Su antiguo sitial lo ocupan los residenciales amurallados, los condominios, los emblemas del progreso urbano, los bancos, las corporaciones transnacionales, las torres de acero y cristal, las antenas satelitales o los grandes centros comerciales, decretando la disfuncionalidad para las iglesias y catedrales (sus cúpulas y campanarios), los monumentos o para los pilares del poder gubernamental, referentes que actuaban hasta entonces como huellas significativas dentro del paisaje citadino.

Como es lógico, todos estos inciden hoy en día en el rediseño del concepto de paisaje, oxigenando las prácticas contemporáneas del género. Si a mediados de los años 90 el escenario artístico derivó en buena medida hacia la recuperación de los expedientes de la memoria personal o colectiva, encerrada en el callejón sin salida del documento o del llamado “mal de archivo”, esa dominante la sustituyen ahora las reformulaciones del paisaje, sus reorientaciones recientes –donde sobresalen planteos de base arqueológica, construcciones psicosociales o registros fotográficos-, articuladas en buena medida a las potencialidades cambiantes del texto urbano, es decir, las transformaciones radicales de la imagen de la ciudad, sus nuevas cartografías, el caos, la frag-mentación y el desorden imperante en ellas, las tensiones entre tradición y modernidad inconclusa, las contradicciones entre lo rural y lo urbano, así como las nuevas claves mediáticas distribuidas en su extenso territorio.

Por último, habría que considerar el énfasis en las producciones para el espacio urbano, conocidas indistintamente por arte público, arte urbano u otras denominaciones. Según García Canclini, el arte para ese contexto ya no se concibe desde la fórmula simplista o romántica de sacar las obras de los museos con el objetivo de “cualificar” el ámbito citadino, como tampoco queda satisfecho con el trascendentalismo conmemorativo que llenó nuestras ciudades de estatuas, obeliscos y monumentos.

El interés creciente por expandir las fronteras del arte fuera de los sacrosantos recintos interiores del museo o de la galería avanza por otro camino, en con-comitancia con las peculiaridades del entorno, sus significados y su historia, con las comunidades que lo habitan, lo recorren o lo modifican cotidianamente. La producción de sentidos revaloriza en este caso la “apropiación y el uso” de ese espacio público por seres anónimos, e incide directamente en la imagen de la ciudad; sus acciones tienen una razón de ser social, cultural y política muy volátil, procesual, reconfigurada en el acontecer diario.

Muchos son los artistas cuyas propuestas tienen como escenario primordial el espacio exterior y la arquitectura, en los cuales crean experiencias de resonancia social, identitaria o cultural, tejen nexos entre lo vivencial y la estructura urbana y social. Ellos exploran mecanismos comunicativos muchas veces camuflados o en el completo anonimato, articulan sus acciones o intervenciones confundidos con el transeúnte, están más interesados en “vivir” desde la experiencia del arte que en documentarla, o convertir el arte en experiencia de vida. Aceptan las claves impuestas por la ciudad para deconstruir los rituales cotidianos, emplazar objetos en ella, generar mecanismos de inserción social o diseminar acotaciones performativas imperceptibles o pertur-badoras dentro del paisaje, redundando siempre en las fracturas entre el artista y el público, el interior y el exterior, lo público y lo privado.

Entre las prácticas diseñadas para esos espacios aparecen experiencias de desinstitucionalización interesadas en devolver la voz a los habitantes de las comunidades urbanas, abrir intersticios alternativos radiales, periodísticos, mediales, puestos en función de difundir sus vidas, sus historias, sus memorias. El espacio del museo o de la galería puede ser igualmente sometido a un desmonte operativo en museos peatonales o inauguraciones ficticias concebidas para interactuar fuera de esos recintos, en la acera o en la calle.

Asimismo, las citas de las variantes informales del mercado adquieren la forma de quioscos o de simulaciones ambulantes de expendio de mercancías, en estos casos culturales. Una de ellas, el Colectivo Cambalache (Carolina Caicedo) parodia desde su nombre esa suerte de trueque fetichista ancestral para desplazarlo hacia el terreno artístico.

Estas y otras razones hacen mirar hacia ese carácter conflictual implícito en la ciudad, hacia el impacto de las culturas urbanas hoy día, desde una posición abierta, plural, que repara tanto en las bondades aparejadas a la urbe como en las múltiples contradicciones irresueltas al interior de ella. Explica, de igual modo, la primacía que este espacio adquiere dentro de las prácticas artísticas o curatoriales contemporáneas. La ciudad es en la actualidad un punto de referencia obligado, se ha convertido en territorio para explorar nuevas potencialidades visuales, para encontrar otros modos posibles de expandir el alcance restringido del arte más allá del recinto amurallado de la galería o del museo, del espacio perverso de lo comercial, para desmontar las coartadas restrictivas de los mismos. Es muy probable que el museo, la galería o el mercado jamás mueran, como tampoco ha muerto la pintura ni terminó la historia, pero la ciudad y el espacio público son sin dudas una nueva alternativa y su gran competidor; es el lugar en el cual, como vaticinaba Harald Szeemann, acontecerá el imprevisible arte del futuro.

 
Limber Vilorio (República Dominicana): Hombre Mufle.
Instalación / 2006
FOTO: Ximena Narea

 

 

Laura Messing (Argentina):
Entre medianeras, 2005
Fotografía sobre tela/
150x150
FOTO: Ximena Narea
 

Lucy Orta (Reino Unido - France): Nexus Architecture
FOTO: Ximena Narea

 

Luis Enrique Camejo (Cuba)
Pinturas de las series Sueno y Gas Station
Técnica Mixta 100x130 cm c/u
FOTO: Ximena Narea
 

Betsabé Romero (Mexico): workshop Isaroko
FOTO: CENTRO WIFREDO LAM PUBLICATIONS STAFF
 

Yennyferth Becerra (Chile): Solución habitacional / 2006. Instalación
FOTO: Ximena Narea
 
Dolóres Cáceres (Argentina): Instalación
FOTO: Ximena Narea

Notas

1 Los artistas que menciono a partir de aquí no son invitados de esta Bienal. Algunos de ellos, como el propio Benaím, Los Carpinteros o Federico Herrero sí han participado en ediciones anteriores.
2 Néstor García Canclini: “Arte desurbanizado, desins-talaciones fronterizas”. En: InSITE, 1997.
3 Recomiendo consultar los textos de Virginia Pérez-Rattón y otros autores en el catálogo de la muestra Todo incluido. Imágenes urbanas de Centroamérica. Madrid, Centro Cultural del Conde Duque, 2004.
4 Fredric Jameson: Teoría de la postmodernidad. Madrid, Editorial Trotta, 1996, p. 57-61.
5 Roberto Segre: Arquitectura y urbanismo modernos, Ciudad de La Habana. Editorial Arte y Literatura, 1988, p. 358; Néstor García Canclini. Op. Cit.
6 Roberto Segre mencionaba a la Generic City, prevista para este siglo XXI, como derivado de los procesos de occi-dentalización que arrasan con la memoria en nombre del progreso “con un carácter multinacional donde predomina el free style y la idea de la postcity”. ”Memorias y olvidos en la nueva Babel, en Sexta Bienal de La Habana”, Centro Wifredo Lam, 1997, p 66.
7 Véase Christopher Miles, Gabriel Orozco, Art Nexus (Miami-Bogotá), (38): 43-48, oct. – dic., 2000.
8 Sugiero consultar Gerardo Mosquera: “Esferas, ciudades, transiciones”. ArtNexus (Bogotá-Miami), (54): 84-89, 2004.
9 Jean Baudrillard: El otro visto por sí mismo. Barcelona, Editorial Anagrama, 1988, p. 36.
10 Véase Marlo Trejos: “Circuitos de desplazamiento. En Todo incluido, Op. Cit., p. 45-48.
11 Véase José Carlos Mariátegui y Miguel Zegarra: “Panorama de la fotografía y el video en el Perú contemporáneo”, En: Vía satélite. Lima: Centro Cultural de España, 2005, p. 9-21.
12 Ibídem.
13 Carlos Osa: “Santiago de fin de siglo: retazos de identidad y ciudadanía”. Revista de Crítica Cultural. Santiago de Chile, No. 19, nov. de 1999, p. 10-14. Segre, Memorias y olvidos en la nueva Babel, op. cit., p. 65-69.
   

 

 

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