Daniel Castro Aniyar* |
Su nombre deriva de los «champetúos», o portadores de los llamados en Venezuela «chuzos» (cuchillos artesanales o personalizados). Aquellos refieren a un personaje bastante frecuente en muchas fiestas populares en América Latina el cual guarda un arma para responder a provocaciones o crearlas. En Venezuela se habla de ir a la fiesta «con el machete tercia¹o», esto es, con el arma guardada de forma oblicua al cinto. De algunas zonas rurales de origen africano en Panamá es característico decir, en broma «si no hubo muerto, no estuvo buena la fiesta» y la sustitución de las coreografías dancísticas por coreografías de combate es una constante en todo el subcontinente y España. Sin embargo, a pesar de que muchas de estas formas de combate han sido estilizadas y folclorizadas, en su origen implicaban justas reales, puesto que, como es bien sabido, una fiesta es un sitio fundamental de intercambios y los intercambios constituyen las instituciones sociales y culturales, con todas sus cargas de cohesión y conflicto. En Colombia, la designación «Champeta» denota de entrada su carácter popular, pero también profundamente marginal (como el de buena parte de los grandes géneros musicales de la humanidad). Algunos musicólogos, aún desconcertados por la tremendura de su música, lo consideran decadente o como la evolución deformada de algún género folclórico. A pesar de sus adversarios, parece seguir entrando lenta y decididamente en Venezuela. Musicólogos reconocidos presentan a la Champeta como «tradicionalísima y popular», ocultando su descendencia fundamental del Soukous africano y quitándole todo el derecho a desarrollarse como género (Del Castillo, s/f). Otros insisten en renovar sobre ella los esquemas del mestizaje matriz de la cultura nacional: «Es una mezcla de varios estilos musicales que incluyen sones indígenas tradicionales de la costa atlántica junto con sones afroamericanos y del Caribe» (La Champeta: s/f). Una musicóloga francesa, Isabelle Leymarie, en su libro «La Musique des Caraôbes», afirma que es un género folclórico de Colombia, refiriéndose quizás a las versiones precursoras del Son de Palenque y negando totalmente su contemporaneidad (Leymarie: 1997). Una escucha no muy atenta de la Champeta arrojaría sorpresas sobre estos comentarios y una conclusión: hay un proceso de bendición intelectual que sufre en tejer un nuevo código para el género y que, además, ha construido un inventario de la música colombiana en base a citas recíprocas de la academia y no de la simple escucha del género. Los aliados directos de la Champeta, sus bailadores, sus intérpretes, suelen verse obligados a «estirar» los conceptos estilizados con que la musicología nacionalista ha tratado de explicar tradicionalmente el folclor y la cultura popular, creando reflexiones pobres y no muy convincentes: «Nosotros somos también africanos», «[la champeta] es usada como divulgadora permanente de la sabiduría popular», «hay que rescatar a la Champeta porque es colombiana», «la Champeta es el canto moderno de los esclavos» (Entrevistas:1998). Ellos han entendido que hay que hacerse del código intelectual burgués para hacerse respetar en otros ambientes, por lo que tratan de traducir intelectualmente el fenómeno. Algunos intentos de promocionarlo turísticamente en Cartagena hacen compilaciones de CD llamadas «de Champetas», pero que son realmente compilaciones de Rap y Reggae (a veces, sin el menor pudor, jamaiquinos) a las que le cuelan tímidamente algunas Champetas, para no violentar demasiado el gusto estilizado del turista (Champetas de Colombia:s/f). Por lo demás, el resto de las producciones musicales generalmente conocidas son en formato de acetato, de limitadas posibilidades de distribución pero accesibles a su manipulación por el DJ. Para la gente de las tres grandes ciudades que continúan la costa luego de Cartagena: Santa Marta, Barranquilla y la venezolana Maracaibo, la Champeta también es música mala, indecente, barata y decadente. Las discotecas que ceden a colocar champeta suelen ser rápidamente estigmatizadas como marginales. El mismo modus operandi del género exige en buena parte la exclusividad del DJ y el remix técnica y tecnológicamentes especializados, tal como se hace en el Rap (aun poco conocido en el Caribe colombo venezolano, a no ser por la versión merengue del Hip Hop). Estos Sound Systems, conocidos en Colombia como «Picós» (Pick Ups), consisten en una cierta limitación para el desarrollo y publicitación del género por los mecanismos normales de la cultura comercial de masas, pero también le concede un canal alternativo para ser difundido directamente en los barrios. Y sin embargo el género avanza lentamente en los barrios, en los buses y los «carritos» (transportes públicos urbanos). Los jóvenes que escuchan el género, buscando nuevos códigos, tratando de tropicalizar el Rap (que escuchan en estaciones de TV por satélite como MTV) y de latinizar el Reggae, de sexualizarlo más, hacen del «remix» algo más parecido a sí mismos, siendo la Champeta el resultado hasta el momento más adecuado. La Champeta, como el Hip Hop dominicano, es polirrítmica, de sonidos precisos, brillantes, cerrados, contras-tados y dinámicos, como lo es la música que han acostumbrado a disfrutar. Pero la sociedad aún no le perdona al género musical, en lo formal, la aparente pobreza cíclica de las estructuras musicales, las letras directamente comerciales y superficiales, los problemas de la interpretación y, sobretodo, la intensa carga de contenido sexual (coital) en las letras, coreografías e imágenes publicitarias. Estos elementos indican malestar en una conciencia positiva ávida de estilizaciones modernas y occidentales (narraciones lineales y sistemáticas), y de controlar ciertos impulsos sexuales, tan denotativos de barbarie, marginalidad, etnicidad y premodernidad. Estos indicadores, además dispositivan mecanismos de Distinción y de estigmatización simbólica dentro de la esfera de los significados de clase. Estamos, pues, en presencia del nacimiento de un género que, ahora condicionado por las codificaciones de los ¹90, está buscando un sitio para poder seguir expandiéndose y consolidarse, a pesar de los prejuicios. Hacia una comprensión de la Conciencia Negativa en la Cultura Popular del Caribe El sentido que organiza el embargo sociocultural contra la Champeta es el objetivo de este artículo, en tanto una manera de abordar el problema de la conciencia negativa en la cultura popular del Caribe. La Champeta corresponde a un proceso de Distinción (Bourdieu: 1979), y a la recomposición dinámica del sí mismo. Por eso, hablar de una conciencia negativa en permanente movimiento y en relación de juegos simbólicos implica hablar de la totalidad de la conciencia del sí mismo, vista fracturada, discontinua, tejida de malestares y abandonada por la noción maternal que la sociedad se hace de su futuro. Con la Champeta se ponen en juego muchas estabilidades culturales que, en el caso de América Latina, definen el delicado balance de los habitus (Bourdieu: 1979) de clase y la organicidad simbólica del país que se sostiene en éstos. Este proceso, en diferentes formas y dimensiones ha enfrentado a la cultura popular del Caribe consigo misma y le recuerda de dónde viene y de dónde no quiere provenir. La conciencia negativa de la Cultura Popular del Caribe se expresa de diferentes maneras pero repitiendo estructuras similares en el transcurso de la historia. Este esquema sicótico de la cultura del Caribe, consistente en la contraposición de una conciencia positiva e intolerante con una conciencia negativa que revela nuestros miedos más oscuros y llenos de complejos, es revelable también en los siguientes procesos.
El Sacamandú Luego, en una clara referencia a la criollización afroantillana del minuet francés, la Cuba del siglo XIX crea un baile llamado dengue, que pronto encontró un buen número de variables en las contradanzas del Caribe como la karinga, el síguemepollo, el tumbantonio, el chin-chin, el atajaprimo, la bolanchera, el cariaco, el papalote, el juangarandé, el toro y el titundia. Estos géneros correspondían a las formas precursoras del cinquillo, que luego con el Danzón se irían a convertir en el «Ritmo Nacional» de Cuba y motivo de pasión en México (Díaz Ayala: 1981), mucho antes de la explosión del Son (hoy conocido en su versión newyorquina como «Salsa»). Sin embargo, el camino recorrido entre los géneros de la Contradanza en el siglo XIX y el reconocimiento oficial que recibieran los géneros de cinquillo en el siglo XX, está signado por las transformaciones de sentido que fue cobrando el elemento africano en la dinámica simbólica contra la barbarie. En aquel entonces, solamente quienes bailaran el Juangarandé y el Toro «Quedaban excomulgados, y aún el que lo consintiere, siendo menester bula para absolver el pecado» (León: 1974:24). La música afrocubana, lugar de la estética en el que también se refugiaban los demonios perseguidos de la música de Andalucía y de otras regiones de Europa, convivía en una sociedad que se reafirmaba sobre su tolerancia o su condena. Carpentier se refiere a sus fiestas, del mismo modo en que nos referimos a la Champeta de Cartagena: «la gente maleante de la ciudad marítima [Veracruz] se dio a bailar, con el mayor regocijo, la amable novedad antillana. Las coplas, llenas de intenciones licenciosas, tenían ya el tono, el giro, el tipo de malicia que habríamos de hallar en las guarachas cubanas del siglo XIX» (Carpentier: 1989: 56). Las descripciones diabólicas de entonces del puerto de la Habana son tan específicas que forman parte de los clichés actuales de la literatura, «famosa por sus diversiones y libertinajes...junto con los esclavos bullangueros y mujeres de rumbo...garitos o tablajes puestos por generales y almirantes para la tahurería...»(Carpentier: 1989: 62), «mito es la Habana de una permisión carnal satiricona» (Sánchez:1989), entre muchas referencias posibles. Lo sociocultural afrocubano inundaba fantasmalmente la noción de un sí mismo cubano que se resistía a la estilización europea y, al mismo tiempo, a la sensualidad «africana». Con el primer danzón «Las Alturas del Simpson» de Miguel Failde, la música académica cubana reconoció por primera vez su herencia fantasmal africana en la construcción de la sociedad nacional cubana (León: 1974:235-275). Carpentier asocia a Saumell, compositor llamado por las academia «padre de la música cubana», con las estéticas nacionalistas de la música «universal».1 Las cadencias rítmicas, claramente evocadoras del cuerpo y la sensualidad, se convirtieron en un signo distintivo de lo nacional criollo y, por tanto y en su momento, en un signo político e insurreccional. Se trató de un proceso de recodificación de la distinción que fue implicando lentamente a las élites políticas e intelectuales cubanas. Pero la música afrocubana de los ingenios azucareros, las formas explosivas y creativas de las rumbas cubanas era aún fuente de barbarie y estigmatización frente a la música de los salones (como referencia al salonnard) de la Habana, generalmente agrupadas alrededor del «cinquillo», como lo eran la Contradanza y posteriormente el Danzón (Olén: 1995). No es de sorprendernos la resistencia de la sociedad cubano-española del s. XVII por no dejar latinizar, sexualizar, el Minuet, como hoy los dominicanos han sexualizado el Hip Hop norteamericano. En todos esos casos, en el sacamandú, el house merengue dominicano e incluso en el caso de la Champeta, lo afrocaribeño y lo africano pretexta la renovación de una lucha que es realmente más sicológica que política, que enfrenta nuestras culpas ante el acto sexual y la exposición del cuerpo, y libera la sed de seguir vivos espiritualmente a través de la confirmación de la sensualidad. El éxito y evolución de esos géneros consiste en ese mismo acto liberador, circunscrito al ritual de la fiesta popular, un campo de ruptura e inversión (como en el Carnaval de Bakhtine) donde son al fin permitidos los nuevos lenguajes. Pero precisamente por eso, tampoco será de sorprendernos que al guardar en el patio de atrás de la cultura popular del Caribe una africanía fantasmagórica, se pongan en funcionamiento realmente los dispositivos de una estructura simbólica europea torturada y que desea evacuar de culpas a sus vidas «disipadas». Para ello entonces se recurre a la invocación del cercano y a la vez lejano continente africano, sitio edénico y misterioso en la cosmovisión del Caribe donde la sensualidad no será castigada.
Daniel Santos y el Cine Mexicano Daniel Santos, llamado el Inquieto Anacovero, «Bigote ¹e gato» o «El Jefe», es hoy una de las leyendas fundantes del bolero del entonces. Su voz golpeada y nasal, sus canciones directas, tormentosas y llenas de vitalidad (gracias al apoyo de su primer compositor, Pedro Flores) y su vida misma inspiraron en la cultura popular del Caribe una fuerza particular de amar, de cantar y de sufrir el abandono. Al final de su vida se escribieron dos importantes biografías y su figura hizo parte muchas veces de la literatura y el teatro latinoamericanos de los ¹60 y ¹70. En los ¹80 Luis Rafael Sánchez escribió «La Importancia de Llamarse Daniel Santos» (Sánchez: 1989), y aún hoy casi todas las rocolas populares del Caribe hispano tienen, sin temor a equivocarme demasiado, algún tema de él en sus repertorios. La importancia simbólica de este cantante reside en la manera popular, directa y masculina con la que expone sus heridas, sus defectos, excesos y pecados. La profunda sensación de sinceridad es potenciada por su voz extraña, trepidante y modulada fuera de cualquier criterio vocal clásico de impostación. Esta modulación crea un efecto inmediato de impacto y asombro en el escucha, un artificio efectista que vence audazmente toda monotonía, en favor del amor y el «despecho». El sonido «rocolero» de su bolero, evitando la baladización que sufriera el género en su proceso de estilización desde Agustín Lara hasta Armando Manzanero, y reafirmando la rítmica cerrada que heredó de la Habanera, también connota abiertamente su carácter popular.
Una de sus interpretaciones más características, «Virgen de Medianoche» (de Pedro Galindo), canta a la fascinación de una mujer desnuda, quizás una prostituta. Su belleza sublime y luminosa la convierte en una Virgen milagrosa, perdonada de todos sus pecados. Su imagen, entre el sensacionalismo y la sed caribeña de romance, fue cultivada por hechos y leyendas. Alguna cuenta que las calles del puerto de Panamá abrieron sus bares nocturnos y burdeles, sacaron las mesas y el pueblo a la calle para recibir su visita, su silueta siempre con un vaso de whisky, como un dios adolorido de la noche. Sin embargo, Daniel Santos jamás entró a compartir el altar de los grandes del bolero en el Cine Mexicano, bastión por excelencia del género y pivote casi exclusivo de la cultura popular del Caribe en los ¹40, ¹50 y principios de los ¹60. ¿Por qué? Porque el esquema del Cine Mexicano también respondía a una responsabilidad tremenda: «First language of the popular urban, cinema connects with ¹the hunger of the masses to make themselves socially visible¹ » (Rowe y Schelling: 1991).2 Agustín Lara, Toña La Negra y Los Panchos, los héroes del bolero cinematográfico, evocaban en sus canciones, así como los films lo hicieron en sus guiones, la nocturnidad viciosa del Caribe. Pero, como si fuera una espada moral partiendo en dos a la rubia asistente del mago, las perdidas se salvaban, las prostitutas se culturizaban, los gangsters se rehabilitaban, y los viciosos y mamarrachos eran salvados por mujeres bien vestidas o bien educadas, o eran condenados a un final trágico que expiaría todas sus culpas. El celuloide retrataba las dos conciencias y solemnizaba el final feliz de la conciencia positiva, evitando exponer sin pudor los malestares de la cultura popular (en ese sentido el mito de la vida de Agustín Lara es formulaico). Mientras tanto, a Daniel Santos, quien hizo de su dolor personal un bolero más para su público, quien murió desgarrado por los escándalos, las pasiones, las mujeres y el alcohol, quien siempre cantó al amor como eterna victoria y a la vez eterno fracaso, se le quitó el derecho al cine y fue relegado, escondido, en las rocolas de todo el Caribe hispano. Como en los Sound Systems de la Champeta. En efecto, las voces celestiales y dulces de los Panchos nada tenían que ver con la voz delirante de Daniel Santos, quien de seguro moriría entre las llamas del infierno. El gusto medio (Bourdieu: 1979) se regocija comercial y mediáticamente de una conciencia positiva de la cultura, al tiempo que deja en sus márgenes lo que no entra dentro de la estilización occidental del pensamiento, esto es, su conciencia negativa, tal como sucede en los procesos revisados anteriormente. Sin embargo los mecanismos de estigmatización simbólica funcionan en el caso de Santos de manera diferente, no se trata de la reafirmación contra su significación de una sexualidad cristiana, sino de sólo parte de ella; no se persigue la sensualidad sino la incapacidad de escapar de ella. Pero lo que es más importante es que otros mecanismos, algo más estructurales, se continúan, sobretodo en lo referente a la violencia de clase, la humillación y el depósito en los márgenes de la sociedad de la «barbarie de moda». Otros procesos han sido advertidos por algunos conocedores. Novio, en una columna en la que responde a un artículo del mismo Vasconcelos, afirma que Mario Moreno «Cantinflas», el comediante más importante del Cine mexicano, representa la conciencia positiva (la «subconciencia») de su país. Se trata de un Chaplin de pantalones caídos, capaz de mucha malicia, pero de buenas intenciones y sentimental. Por su parte, Germán Valdés, «Tin Tan», excelente comediante y artista, pero malintencionado y pendenciero, es la conciencia negativa. Tin Tan, continúa el columnista , murió siendo rechazado por el público mexicano al que hizo reir, repitiendo hasta la decadencia su rol de tipo malo y tramposo (Novio:1999 [1944]). Los biógrafos de Tin Tan no parecen buscar desmentir que, de alguna manera, entre el alcohol y las depresiones, su público lo mató. Pero no todas las conciencias negativas fueron destruidas por el gusto medio. Otras expresiones corrieron mejor suerte como el Tango o el Vallenato.
El Vallenato
Daniel Samper Pizano Los tres Vallenatos demostraron la capacidad del género en evolucionar dentro de las presiones de las ciudades de la costa colombiana y venezolana, y crearon con el tiempo cierto tipo de estabilidad entre las conciencias y las estigmatizaciones de clase.
Apartado Final En el caso de la Champeta, ésta vuelve a colocar a la historia de la conciencia negativa en una «gota de agua». Revela el estigma de barbarie, premodernidad, etnicidad, ilegalidad y estética burda en una única fiesta. Una fiesta como si fuese todas las fiestas con todas las músicas y los goces de Colombia y Venezuela. Donde coinciden las conciencias positiva y negativa a bailar. La fiesta de fiestas en la que al final de la noche, salen las Champetas de las mangas, y se repite otra vez el ritual de marcar el espacio y dividir los mundos.
Notas |
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