Enrique Carpintero* |
Al observar una obra artística se producen una serie de fenómenos en el espectador que movilizan la pasión de la mirada. De esta manera se revelan los mecanismos inconscientes que se ponen en juego cuando se realiza la obra de un objeto estético. Es decir, en el observador vamos a encontrar las mismas manifestaciones inconscientes por las cuales el artista creó -en su momento- la obra de arte. Para entender esta afirmación voy a seguir el pensamiento del filósofo Baruch Spinoza y lo trataré de articular con algunos aspectos de la teoría freudiana.
En el pensamiento de Spinoza, las pasiones forman parte de la condición humana. Por ello, afirma: «Me he acostumbrado a considerar las pasiones humanas como el amor, el odio, la ira, la envidia, la ambición, la compasión y todas las otras alteraciones del ánimo no como fallas de la naturaleza humana, sino como propiedades de la misma, como algo que pertenece a su esencia, de manera análoga a como el calor, el frío, las tormentas, los truenos y otros fenómenos similares -que si bien resultan incómodos son también necesarios y poseen causas definidas- forman parte de la naturaleza del aire». En este sentido, Spinoza plantea que el ser humano tiene dos pasiones fundamentales: a) la alegría, que es la pasión por la cual el alma pasa a un estado de mayor perfección y b) la tristeza, que es la pasión por la cual el alma pasa a un estado de perfección menor. La alegría es provocada cuando se experimenta una expansión de nuestra potencia de vida. La misma es definida como placer y el afecto propio de la alegría muda en amor. La tristeza -en cambio- es la depresión que se experimenta cuando la potencia de vida se encuentra disminuida. Se puede definir como dolor o melancolía y el afecto propio de la tristeza troca en odio. Pero no se debe creer que las pasiones en el ser humano son simples y puras, sino que están compuestas por alegrías y por tristezas, por amores y por odios, en donde siempre hay una afección más poderosa que la otra. En este sentido la pasión no solamente es constitutiva del ser humano, sino principio de toda comunidad y sociedad; la misma se relaciona con la creatividad y la acción. Es decir, la pasión se pone en juego en la acción. «En el comienzo era el Verbo» así empieza el evangelio de San Juan. La pregunta que se hace el Fausto de Goethe es ¿Qué puede traducirse como Verbo?. ¿Con qué palabra definiríamos el Logos?. La traducción sería razón, lenguaje, palabra. Fausto no rechaza ninguna de estas traducciones, pero no le alcanzan para traducir de manera adecuada el término Logos. Finalmente encuentra la palabra: ella es acción. En el principio era la acción. No es que logos no sea expresable en términos de razón, pensamiento y lenguaje. Lo que ocurre es que estos se expresan a través de la acción. También para Spinoza, Logos es igual a Acción. Si entendemos la filosofía spinoziana que se construye como un sistema Dios, que es denominado en la «Etica» como sustancia, no conoce y luego actúa, conoce obrando y obra conociendo de manera que, conocer es hacer y, simultáneamente, hacer es conocer. Es en esta acción donde al estar en juego nuestra creatividad y destructividad se plantea la cuestión medular de la ética. El esfuerzo ético, para Spínoza, consiste en transformar las pasiones tristes en pasiones alegres. Mientras padecemos somos cautivos de las pasiones tristes y, de esta forma, carecemos de libertad y autonomía. Pero no luchamos contra las pasiones tristes con la Razón, sino que lo hacemos con la fuerza de las pasiones alegres con las cuales transformamos la Razón en una razón apasionada. Es decir, en acción. Pero ya no con una acción dirigida por el odio sino por el amor, la solidaridad, el reconocimiento del otro y, por lo tanto, de uno mismo como persona. De esta manera Spinoza plantea la unidad en el Pensamiento del mundo de las ideas y de la voluntad. Por ello la acción y la razón son consecuencia de la acción. Llegados a este punto voy a definir algunas características de la pasión. Freud establece que el sujeto está sobredeterminado por el deseo inconsciente. La pasión es la realización de ese deseo. El deseo es un fenómeno de la pasión y su finalidad. En este sentido la pasión es algo que el alma padece, o bien sufre. Es algo que toma posesión del sujeto. En el sentido de «posesión demoníaca». Por ello es algo que insiste en pura repetición de sí misma. Por último, la pasión compromete al sujeto fundándolo y enajenándolo al mismo tiempo. Mientras el pensamiento «tradicional» contrapone pasión y razón, el psicoanálisis muestra una mezcla entre estos dos aspectos del sujeto. La diferencia no consiste en la contraposición de las dos fuerzas en juego, o en su origen, sino en la especificidad de los cursos y de las metas. Los procesos de razonamiento más elevados proceden del voyeurismo infantil, de la curiosodad de mirar la relación sexual de los padres. La imposibilidad de acceder a esta «escena primaria» impulsa el ansia de saber que recorre los caminos de la sublimación. En este sentido podemos afirmar que el sujeto se constituye a partir del trabajo de la pasión que se manifiesta en sucesivas repeticiones. Por ello, a la vez que lo funda en tanto sujeto, lo enajena al dominarlo y dirigirlo. Freud llama a esta instancia «demoníaca», ya que está en el sujeto a modo de un automatismo, se le conoce como «compulsión a la repetición». Esta define la pulsión de muerte en contraposición con la pulsión de vida. La cual debe domeñar a la pulsión de muerte y ponerla al servicio de la vida. La pasión es algo que el sujeto padece. De esta manera se puede decir que cada uno de nosotros tiene su propia pasión. Lo que nos lleva al destino inexorable del ser humano: su condición de finitud. Freud ejemplifica lo anterior en un texto llamado «El motivo de elección del cofre».(X) En él encara directamente la problemática de la muerte a través del mito de las Moiras, las diosas de la muerte. Allí describe una escena de la obra de Shakespeare, El mercader de Venecia, donde la hermosa Porcia debe tomar por esposo a aquel que elija de entre tres cofres, el que encierra su retrato. Uno es de oro, otro es de plata y el tercero de plomo. Aquellos que elijen los dos primeros se equivocan. Bassanio, que debe elegir el tercero, gana así a la novia, aunque no sabe cómo justificar la elección del cofre de plomo. Freud, luego de hacer referencias a otras historias y mitos donde también se plantea elegir, ya no entre tres cofres sino entre tres mujeres -y cuya suerte siempre recae en la tercera-, establece que esta elección está hablando de un desplazamiento en las diosas de la muerte, constituidas por las tres hermanas del destino denominadas las Moiras, Parcas o Nornas, de las cuales la tercera se llama Atrophos, es decir, lo inexorable. Por ello Freud llega a la siguiente conclusión: «La creación de las Moiras es el resultado de una intelección que advierte al ser humano que también él es parte de la naturaleza, y por eso está sometido a la inexorable ley de la muerte. Contra este sometimiento algo tenía que rebelarse en el hombre, quién sólo a disgusto extremo renuncia a su excepcionalidad. Sabemos que usa la actividad de la fantasía para satisfacer sus deseos insatisfechos por la realidad. Y su fantasía, pues se sublevó contra la intelección encarnada en el mito de las Moiras y creó el otro, de él derivado, en que la diosa de la muerte es sustituida por la diosa del amor y por tanto cuanto equivalga a ésta en plasmaciones humanas. La tercera de las hermanas ya no es la muerte; es la más hermosa, es la mejor, la más apecetible y amable de las mujeres». De este modo la elección ocupó el lugar de la necesidad. Así el ser humano ilusoriamente vence a la muerte: uno elige dónde en la realidad debe obedecer a la compulsión, el destino. En este sentido no elige a la más temible sino a la más hermosa y deseable. Por ello, la condición pasional del ser humano nos habla de su finitud. Uno no es dueño de sus pasiones, dominarlas equivale a desaparecer como sujeto. Dejarse llevar por ellas a lo siniestro de la locura y de la muerte. La única posibilidad es no ser libre de las pasiones sino ser libre en las pasiones. Esta libertad es la que debe encontrarse cuando se realiza una obra de arte ya que, todo proceso creativo implica la sublimación de las pulsiones sexuales y la necesidad de elaborar fantasías inconscientes de muerte. Por ello en toda manifestación artística aparecen fantasías de muerte canalizadas, de esta manera, por su autor. Fantasías de muerte relacionadas con lo siniestro que, al ordenarse en un objeto estético, van a otorgar el placer del sentimiento de lo maravilloso. De esta manera, tal como lo plantea Eugenio Trias: «Lo siniestro constituye condición y límite de lo bello. En tanto condición, no puede darse efecto estético sin que lo siniestro esté, de alguna manera, presente en la obra artística. En tanto límite, la revelación de lo siniestro destruye ipso facto el efecto artístico. En consecuencia, lo siniestro es condición y es límite: debe estar presente bajo la forma de ausencia, debe estar velado. No puede ser develado. Es a la vez cifra y fuente de poder de la obra artística, cifra de su magia, misterio y fascinación, fuente de su capacidad de sugestión y arrebato. Pero la revelación de esa fuente implica la destrucción del efecto estético». Luego de este recorrido tratando de delimitar el lugar que ocupa la pasión en la constitución del sujeto y su importancia en el proceso creativo, habría que preguntarse ¿Por qué razón la mirada convoca a la pasión?. Desde el psicoanálisis sabemos que ver y mirar no es lo mismo. Si los ojos tienen la función de ver ya que corresponde, desde el punto de vista tópico, a lo preconsciente, la mirada lleva la marca del deseo inconsciente. Esto lo podemos ejemplificar con el proceso del enamoramiento. En él, lo que vamos a encontrar son los bellos ojos del amante que no son ojos ciegos sino ojos que miran. La enamorada mira la mirada de él, mira esos bellos ojos en tanto son ojos que miran. Lo que ve el sujeto enamorado es pues otro sujeto que a su vez mira, es decir se expresa. No se ama una forma o un objeto sino una demanda que es a su vez una respuesta. En esa visión del otro, en esa visión de la visión que el otro tiene de uno mismo, en ese regreso hacia sí que catapulta un nuevo progreso hacia el otro, se halla el verdadero punto de partida de un conocimiento pasional. Este verdadero conocimiento de la pasión son unos ojos que miran esos ojos y no por razón que lo mirán a él, sino porque al mirarle se expresan y es en esa expresión lo que hace que el sujeto ame y se apasione. Es así como la mirada de una obra artística nos remite a nuestro propio inconsciente ya que, como afirma Enrique Pichón Riviere, «Lo que emerge cuando uno estudia la preocupación por el movimiento en los pintores y en las esculturas, y más en este caso -el de los móviles-, es fundamentalmente el sentimiento de muerte. Da la casualidad que en un poema de Eliot que yo conocía se insiste permanentemente en que aquello que es vivo es lo que puede morir. Pero aquí se produce el proceso contrario; aquello que es muerto puede ser re-creado en la obra artística y toda la tarea del creador es la re-creación a través del movimiento del sentimiento de muerte consciente o inconsciente en relación con aspectos determinados. Es decir, entonces, que todo gira alrededor de poder resolver sentimientos de inercia o de impotencia interna o de muerte sobre la base de un movimiento determinado. Esto mismo hace impacto en el espectador, que participa, identificándose con el creador, de los mismos mecanismos y adquiere carácter de vivencia estética o de diversión por el hecho que resuelve ansiedades muy profundas ligadas a la muerte.» Por todo ello, decía el poeta Antonio Machado «Mis ojos en el espejo/ son ojos ciegos que miran/ los ojos con los que veo». Es en este proceso donde el sujeto se funda y a la vez se enajena en la pasión permitiendo que, las pasiones alegres triunfen sobre las pasiones tristes, el amor sobre el odio. En definitiva, el sentimiento de lo siniestro sobre el sentimiento de lo maravilloso que expresa la obra de arte.
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