Antropología de la Muerte:
monumentos funerarios en carreteras venezolanas


Dobrilah Djukick de Nery & José Enrique Finol




Introducción

Cualquier persona que transite las carreteras venezolanas se sorprenderá de ver, cada cierta distancia, pequeños monumentos construidos por el hombre en forma de capillas. Sus dimensiones en promedio son 0,71 metros de ancho, 0,73 de alto y 0,70 de profundidad. Sus colores varían, aunque predominan el blanco y el gris, y generalmente llevan una cruz. Estos monumentos, llamados en Venezuela «capillitas», constituyen monumentos funerarios construidos en memoria de las personas que han fallecido en accidentes de tránsito en esas carreteras y pueden encontrarse en varios países latinoamericanos. En la presente investigación nos proponemos analizar este fenómeno que forma parte de la cultura funeraria venezolana y al cual, de acuerdo con la bibliografía consultada, casi no se le ha prestado atención en Venezuela.(1) El objetivo fundamental del presente trabajo es determinar el sentido de esta práctica funeraria tan común en nuestro país, para construir un sistema funerario venezolano, conformado por contenidos comunicacionales que tienen que ver con lo sagrado y lo oculto, lo social y lo individual, mediante mensajes que se manifiestan a través de ritos representativos de la vida y la muerte. Para ello se ha recurrido a tres procedimientos principales. Primero, se ha hecho un registro fotográfico de todas las capillitas ubicadas en la carretera Lara-Zulia, desde su inicio en el puente sobre el lago de Maracaibo «General Rafael Urdaneta» hasta los límites con el estado Lara, una distancia de 113,6 kilómetros. En esa carretera se observaron para el momento de nuestra investigación 95 monumentos funerarios, lo que hace un promedio de una capillita por cada 1,19 kilómetros. En segundo lugar, como soporte del registro fotográfico, se hizo una descripción física (color, tamaño, materiales, ubicación, etc.) de cada una de las capillitas ubicadas en la mencionada carretera. Finalmente, se entrevistó a un grupo de familiares de las personas fallecidas. La investigación fue llevada a cabo durante 1997 y 1998.


La Ocultación de la Muerte

Edgar Morin, en su libro El hombre y la muerte, señala que desde la era arcaica se presenta en el homínido una trilogía antropológica constante y perdurable hasta hoy: la obsesión del ser humano acerca del traumatismo de la muerte, la conciencia del acontecimiento en sí ‹la ruptura‹, y la creencia en la inmortalidad (Morin 1970: 32). Esta triple constante hace que en el transcurso de la prehistoria y la historia humana, el individuo se presente como un «inadaptado» ante la muerte (Morin 1970: 79), y la sociedad mercantil niega al hombre su univocidad y su muerte, reclamando para sí el control de la muerte (Ziegler 1976: 239). Ejemplo de esta tanatocracia son los hospitales, los servicios funerarios, los cementerios y los depósitos de cadáveres.

La doble construcción de monumentos, en el cementerio y en el lugar del fallecimiento, parece contradictoria con las repetidas opiniones de estudiosos europeos y norteame-ricanos según las cuales «la société actuelle cherche à l¹occulter la mort» (Pittet y Rossel 1992: 9). O también: «de nos jours, [la mort] est repoussée, malfaisante, immonde. On líocculte, jusque dans les cimetières» (Labes 1996: 249). El pastor Eric Fuchs va más lejos aún: «On tait la mort, on cesse de la célébrer, on l¹expulse au marges de la vie sociale vers l¹anonymat des hôpitaux ou la stérilité fonctionnelle des centres funéraires» (en Pittet y Rossel 1992: 47).

Ziegler es tal vez uno de los autores que más ha profundizado sobre esta indiferencia afectiva y aislamiento hacia la muerte en las grandes metrópolis. «La sociedad mercantil ha hecho de la experiencia tanática un residuo incognocible: la muerte misma está reducida a un cambio de formas. No pasa ya nada, ... el hombre-cosa percibe la muerte como el cambio de una posición aritmética a otra en la red referencial» (Ziegler 1976: 163). Este autor complementa su análisis presentando un sinfín de ejemplos del proceso de «callar a la muerte», el cual se presenta incluso en diversas ciencias; desde el psicoanálisis, la medicina, la economía, hasta la biología (Ziegler 1976: 176).

En Venezuela, en las grandes ciudades, también se observa la trilogía traumática de la muerte, pero en las pequeñas comunidades ubicadas en los márgenes de las carreteras, comunidades que suministran un gran número de víctimas a la vorágine depredadora de la velocidad y el alcohol, la muerte es recordada a través de diversos rituales que mantienen abierta, en forma permanente, la comunicación con los muertos, rituales que alimentan la memoria y empujan el olvido ‹la verdadera muerte‹ a lo profundo del tiempo.


Las Capillitas

Las capillitas llaman la atención no sólo por el alto número de ellas en las carreteras sino también porque representan monumentos funerarios colocados donde nadie yace muerto. En efecto, las personas fallecidas en accidentes de tránsito son sepultadas en los cementerios de las ciudades o pueblos más cercanos, pero en el lugar del fallecimiento, como una marca espacial, se construye el monumento con las dimensiones antes indicadas.

El material utilizado en la construcción de las capillitas es casi siempre cemento o ladrillos, y en su interior se colocarán velas, flores, agua. En algunos casos se colocan piedras y estampas de santos, de la Virgen María o de Jesucristo.

De acuerdo con los entrevistados, el monumento funerario debe construirse en el lugar exacto donde la persona falleció y se hará sólo en los casos de muertes trágicas, inesperadas, producto de arrollamiento de un peatón, un ciclista o de choques de vehículos. Los mismos familiares de las víctimas cuentan de otros miembros de la familia que han muerto en forma violenta (acuchillados o de disparos), a quienes no se les construyen capillitas. En cierto modo, pues, los monumentos en cuestión están vinculados a la carretera y son expresión de la muerte que, inesperadamente, sobreviene por accidente de tránsito . Las muertes accidentales han recibido siempre una especial distinción en la cultura funeraria de diversos países. Los anuncios funerarios en periódicos venezolanos usualmente distinguen entre quienes fallecen en forma natural y quienes fallecen de forma trágica o accidental. En el primer caso, dichos avisos comenzarán diciendo: «Ha fallecido en la paz del Señor ...» o «Ha fallecido cristianamente ...» o «Reconfortado con los santos sacramentos ha fallecido ...». En el segundo caso, el aviso mortuorio dirá: «Ha fallecido trágicamente ...». En Europa las lápidas funerarias a menudo especifican cuándo la muerte ha sobrevenido en forma accidental, una práctica que se remonta a la antigüedad misma (Labes 1996: 124). De manera que podríamos decir desde ahora que las capillitas responden a dos primeras determinantes físicas: una espacial (lugar del accidente) y una factual (muerte violenta por accidente de tránsito).


«Para que no Queden Penando»

Las capillitas constituyen una respuesta cultural a un tipo particular de muerte. En la economía del ritual funerario la construcción de este monumento busca evitar que «el alma quede penando», los monumentos se fabrican para que el muerto «tenga descanso eterno». La creencia fundamental entre las personas que habitan a la orilla de estas carreteras es que si no se construye una capillita el «muerto sale». Varios de los entrevistados señalan que las personas fallecidas son vistas después de muertas en lugares donde habitualmente vivían o caminaban. Esa misma creencia afirma que un alma que se aparece ante los vivos es porque «está penando», es decir está sufriendo porque no ha sido definitivamente admitida en la vida ultraterrena. Carmen G., una mujer de 38 años, católica, entrevistada a la orilla de la carretera, señala que «es costumbre [construir las capillitas] cuando mueren trágicamente», «cuando no se pone nada, [las almas] andan en pena». Otra de las expresiones más comunes es que las capillitas deben construirse para que el alma del muerto «no ande molestando ni espantando». Estas afirmaciones responden a las enseñanzas de la iglesia católica, según las cuales se considera que «la muerte no es más que un lugar de paso, el límite provisional que alcanza la vida terrestre. Más allá del umbral de la muerte comienza la vida eterna» (Ziegler 1976: 245).

Todas las explicaciones anteriores, dadas por familiares de las víctimas, suponen siempre que existen dos espacios anímicos, uno terrestre, familiar, y otro del «más allá», celestial o simplemente extraterrestre. Ello también supone que una vez muerta la persona ya no pertenece al espacio familiar y terrestre. La construcción de las capillitas y los rituales funerarios asociados con las mismas buscan, entre otras cosas, facilitar al alma del difunto el tránsito entre el espacio familiar / terrestre y el espacio extraterrestre / no familiar. Otra de las explicaciones más frecuentes, no contradictoria con las anteriores, es que la construcción de la capillita traerá paz al difunto. El sentido de «paz» o de «descanso eterno» está también vinculado al tránsito del espacio familiar al espacio extra-terrestre.

Se puede hacer un primer modelo semiótico a partir de la isotopía del espacio, la cual se bifurca en dos redes sémicas básicas: ver Cuadro1.


«Que no lo he Olvidado»

Otra de las razones que los familiares esgrimen con más frecuencia al hablar de esta costumbre es que las capillitas son una expresión del recuerdo y éste del amor. Honoria G., de 37 años, cuyo hijo Johan de sólo 16 años de edad murió atropellado por un automóvil, afirma que ella le lleva flores a su hijo para que éste «sienta que lo quiero, que no lo he olvidado. Lo que yo le iba a comprar a él [en vida] se lo doy en flores». Asimismo, en la estrategia ritual frente a los difuntos fallecidos en las carreteras en forma violenta, se opera el mismo fenómeno que ya hemos descrito en cementerios en la ciudad de Maracaibo (Finol y Fernández 1996, 1997), según el cual la memoria actúa como un instrumento para conservar la noción de vida como contenido fundamental, decisivo, de la cultura. En otros términos, la memoria y todos los rituales, objetos y expresiones que la mantienen, actúan como elementos de una semiótica de la vida que intenta negar, en un esfuerzo de auto conservación, el carácter definitivo de la muerte.


Semiótica del Tiempo

Los informantes señalan que la construcción de las capillitas debe hacerse lo más pronto posible, no sólo para evitar que las almas penen o se aparezcan a los seres vivos, sino también, según algunos, «para que no llegue el diablo». Algunos indican que han construido la capillita en la semana siguiente a la muerte del familiar, otros dicen que a los nueve días, una vez finalizado el novenario, otros incluso señalan que debe hacerse al cumplirse el año. La mayoría parece concordar en que es conveniente hacerla al finalizar el novenario, práctica que consiste en una serie de rezos que se efectúan durante nueve noches consecutivas. En la última de ellas se reza toda la noche hasta el amanecer, momento en el cual debe desmontarse el altar construido para el novenario y en el cual se colocan las flores y velones propicios para el rezo. Todos los informantes coinciden en afirmar que las capillitas son construidas por los mismos familiares y muy pocos encargan la tarea a personas que no son miembros de la familia.

También aquí, con las informaciones establecidas, se puede elaborar una semiótica del tiempo funerario, tal como es percibido por los familiares: ver Cuadro 2.

Espacio y tiempo son ahora una red en la cual las acciones y las creencias están semióticamente enmarañadas. La muerte no es sólo una acción factual, sino que es también una oportunidad para reforzar lazos familiares y culturas. Pero sobretodo, el hecho que estas capillitas son construidas en espacios directamente relacionadas con el hecho de la muerte, hace este lugar específico un «scred». La gente lamenta el hecho de que algunas veces, sus capillitas han sido removidas de sus lugares originales durante los trabajos camineros. Es importante señalar que los rituales son realizados en un lugar donde no ha sido enterrado ningún cuerpo; es sólo la presencia de un alma, frecuentmente vista por la gente que camina por el lugar la que siente esta subcultura funeraria.

Los Monumentos y su Papel en la Vida Diaria

La mayoría de los informantes coincide en señalar que las capillitas tienen una presencia activa en la vida familiar. Para algunos el alma del difunto, cuya presencia se materializa en los monumentos que los recuerdan y donde son objeto de algunos ritos, influye de algún modo en la vida diaria. Para otros, ellas ayudan al cuidado de la familia, le dan suerte y a ellas se dirigen peticiones para beneficio de los miembros de la familia. Muchos materializan la presencia de los seres fallecidos en las capillitas que los recuerdan. Incluso se señala su buena influencia en los pequeños negocios familiares ubicados a las orillas mismas de las carreteras. Estas experiencias confirman las investigaciones de Pollak-Eltz (1989) que muestran que algunas de estas capillas se convierten fácilmente en santuarios, gracias al desarrollo de creencias según las cuales las ánimas tienen poderes para influir en el destino de los vivos. Una de las capillitas examinadas corresponde a una persona que era vendedor de loterías y que fue arrollado por un automóvil a la orilla de la carretera Lara-Zulia. Hoy, en las comunidades cercanas, existe la costumbre de visitar su capillita para pedirle al muerto información sobre los números que podrían salir en la lotería.


El Ritual Funerario

La práctica más común que los informantes señalan, una vez construida la capilla, es la colocación de velones, flores y agua. En algunos casos hemos encontrado que se acostumbra colocar pequeñas piedras encima de las capillitas. Esta práctica de origen judío(2) parece haberse extendido en Venezuela desde el estado Falcón, en cuya capital, la ciudad de Coro, se habría construido el primer cementerio judío de América del Sur. No es extraño que numerosas capillitas observadas en carreteras del estado Falcón muestren la presencia de piedras y que, además, falconianos que han emigrado al estado Zulia hayan traído esa costumbre a la carretera Lara-Zulia.

Las velas se colocan los días lunes, que es justamente el día de las ánimas, según la religión católica. Ellas tienen como función «alumbrar al muerto». Con frecuencia, esa ofrenda está destinada a obtener en retribución favores o protección. En una capillita construida a un camionero que viajaba frecuentemente entre Mérida y Maracaibo es usual ver a algunos conductores detenerse para colocarles velones y también estampitas de santos. Los camioneros esperan obtener protección del ánima del compañero muerto. Las velas son también la expresión de que el muerto es recordado, lo mismo que las flores. En la sociedad venezolana constituye una falta criticable el olvido de los muertos, y la expresión más clara de que su memoria está viva, tanto aquí como en los cementerios, es la presencia de flores. Pero mientras en los cementerios es abrumador el uso de flores y cada vez más escasa la presencia de velas, en las capillitas la presencia de éstas pareciera mayor que la de aquellas. Una hipótesis que explique esta diferencia sería que la vela pareciera más necesaria a un fallecimiento violento e inesperado que al fallecimiento por causas naturales. La luz de ellas, según algunos informantes, tiene como función facilitar el camino del muerto, pues así «tiene más luz en el cielo». Para otros, las velas son para alumbrarlo «porque a él no le tocaba morir». Es de vieja data la simbología de la luz en muchas religiones. Aquí como en otras sociedades, la luz juega un papel de oponente a las fuerzas de la oscuridad, siempre asociadas con el mal. Es también el poder que da calor y el «guía» que ilumina el camino (Vernant 1986: 81).

La colocación de agua es quizás el rasgo más común y sorprendente en el ritual de la visita a las capillitas por parte de los familiares. Las respuestas a la pregunta de por qué colocar agua a los muertos es siempre que éstos la beben. Todos los consultados aseveran que las cantidades de agua se reducen hasta desaparecer en períodos muy cortos. El agua, según algunos, es «para que ellos tomen», porque «a ellos [los difuntos] les hace mucha falta», o porque el difunto «puede haber muerto con sed», «porque el espíritu de la persona que llega allí bebe».

El agua puede interpretarse como un símbolo de vida y, en su afán de conservar «vivos» a sus seres amados, la cultura ha desarrollado formas de representación de la vida. «La puissance de l¹eau, comme élément de renaissance et de vie, est incomparable dans la magie, les mythes et les religions» (Morin 1970: 141). Por otra parte, el agua es en cierto modo la plenitud del cosmos y el elemento que une a los seres vivos y a los muertos, tal como lo asevera Morin: «L¹eau est la grande communicatrice magique de l¹homme au cosmos» (1970: 142).

Pero más sorprendente aún es la creencia generalizada entre los entrevistados según la cual las personas que sufren muerte violenta e inesperada mueren con necesidad de beber: «Dicen que mueren con sed y [por ello] toman agua». Una de las personas entrevistadas afirmaba: «Mi hermano se fue con mucha sed». En dos casos se encontraron testimonios de personas que colocaban café y cerveza en las capillitas. En cuanto a esta última, los familiares explican que los amigos del difunto le traen cerveza a la capillita no sólo porque éste tomaba con frecuencia, sino también porque el día en que murió había bebido mucho.

Como puede observarse, agua y luz forman una pareja semiótica que articula el sentido de la vida frente a la muerte. Agua y luz son instrumentos destinados a impedir la muerte definitiva y absoluta, y responden a la necesidad profunda del ser humano de mantener la vida por encima de la muerte. Agua y luz facilitarán el camino hacia el espacio extraterreno o celestial donde la luz y el agua abundarán.


¿Capillas o casas?

Una de las preguntas iniciales que nos hicimos era si los monumentos representaban casas o capillas. Los entrevistados utilizaron, con una sola excepción, el término «capillita» para referirse siempre a los monumentos. La utilización del diminutivo español tiende, en este caso, a indicar justamente el tamaño extremadamente pequeño si se le compara con una capilla real. Por otra parte, la mayoría de los monumentos examinados tienden a asemejarse a la forma arquitectónica propia de las pequeñas iglesias que en el español de Venezuela se conocen como «capillas», claramente diferenciadas de las iglesias propiamente dichas . Esa diferencia entre iglesia y capilla no es sólo de tamaño sino que esta última constituye un espacio de adoración particular de un santo o ser divino, no constituyen usualmente sedes de parroquias o de rituales permanentes sino que están identificadas con algunas fechas y liturgias particulares. Por otra parte, dentro de las iglesias católicas hay con frecuencia lugares especiales, en ocasiones adosados a ellas, llamadas «capillas», donde se adoran divinidades particulares distintas a aquellas a las cuales están consagradas las iglesias. También se llama capillas a oratorios privados, acepción que se asemeja al uso que tienen estas capillitas.

El concepto de «capillita» manejado en las carreteras visitadas se aplica como demarcación espacial de la muerte por accidente de tránsito, pero también con un claro propósito de diferenciar ese monumento de los monumentos que se colocan en los cementerios. En efecto, como se ha señalado (Finol y Fernández 1996), las tumbas en los cementerios son una representación de la casa familiar, constituyen lugares de reposo, mientras que las capillitas se construyen para almas que por su muerte inesperada y violenta, «porque no les tocaba morirse», no tienen reposo, se encuentran vagando, «en pena», y andan a menudo molestando a los vivos, apareciendo en los sitios que frecuentaban cuando aún vivían.

En virtud de lo anterior, es lógico suponer que se construyen capillitas y no casitas, al menos por dos razones fundamentales. En primer lugar, como capillas ellas constituyen espacios de un culto particular, específico, propio de una persona fallecida en circunstancias muy concretas, y que es objeto de rituales dirigidos a un ser (el difunto) y a un objetivo especial: lograr su descanso eterno. En segundo lugar, las capillitas se diferencian de las tumbas en los cementerios por lo menos en dos aspectos fundamentales. Primero, en los lugares donde están las capillitas no hay nadie enterrado y, segundo, las tumbas en los cementerios son lugares de reposo, son una metáfora de la casa(3) mientras que las capillitas cumplen, en la economía del sistema funerario, una función totalmente diferente. No se trata de lugares de reposo o de descanso sino espacios rituales que buscan, como se ha señalado antes, facilitar el camino definitivo hacia el mundo celestial o extra-terreno.

En la articulación semiótica del espacio funerario se trataría, pues, de una trilogía con funciones diferentes: iglesia, capillita, tumbas en los cementerios. Cada una de ellas representan espacios diferentes, con estructuras semióticas diferentes. El acto de nombrar con el término «capillita» es un recurso de «eficacia simbólica en la construcción de la realidad» (Bourdieu 1991: 105). En efecto, se trata de crear simbólicamente un espacio diferente a la tumba del cementerio y similar a la capilla como lugar de prácticas simbólicas dirigidas a lograr el descanso del alma.

En conclusión, al igual que en la acepción tradicional del término «capilla», en el español de Venezuela, las capillitas explotan el sentido de «lugar de culto particular», en este caso del difunto fallecido violenta e inesperadamente. Por otra parte, mientras la tumba en el cementerio es lugar de reposo para el cuerpo, la capillita es una suerte de espacialidad ritual que permite a los familiares actuar sobre lo que será el destino último del alma del difunto, permite desarrollar estrategias rituales orientadas a ayudar al alma del difunto a encontrar su descanso eterno en el mundo extra-terreno.


Conclusiones

La construcción de capillitas en las orillas de las carreteras y los ritos que los familiares cumplen ante ellas constituye un componente fundamental de las prácticas funerarias en Venezuela y también en varios países de América La-tina. Incluso, en el estado de Nuevo México en los Estados Unidos se encuentran monumentos similares. En Venezuela la construcción de estas capillitas tiene tres componentes que articulan esta estructura funeraria. Esos componentes son factual, espacial y temporal. El componente factual está dado por el tipo de muerte. Se trata de muertes violentas y súbitas. Como se ha dicho más arriba, la mayoría de los entrevistados señala que las capillitas se construyen para personas que han fallecido en accidentes de tránsito. Si profundizamos el análisis veremos que el rasgo dominante en ese tipo de muerte es la violencia con que ella ocurre y no el hecho de que ésta haya ocurrido en forma súbita. Otras personas muertas en forma súbita, de un infarto por ejemplo, no serán objeto ni de la construcción de capillas ni de los rituales propios de ella.

El componente espacial está dado por la necesidad expresada por los informantes de construir las capillitas en el mismo lugar donde falleció la persona. En tal sen-tido, esos monumentos constituyen demarcadores espaciales, con lo cual se da una connotación muy particular al espacio. Es allí, «donde dio su último suspiro», donde se construirá la capilla. Se intenta capturar el espacio como lugar simbólico que de algún modo retiene la vida. A la pregunta de por qué no construir las capillitas en los hogares de los fallecidos, la respuesta es que se debe construir al borde de la carretera «porque allí murió». El espacio donde se muere en forma violenta se convierte en espacio sagrado, simbólico, escenario de las visitas rituales. Completamente opuesto es el espacio donde se muere de forma natural: la cama de un hospital o la cama hogareña, o cualquier otro lugar donde un infarto sorprende al ser humano.

El componente temporal tiene que ver con la necesidad de construir cuanto antes la capillita. Aunque algunos informantes señalaron haberlas construido al año del accidente, la mayoría indica que debe construirse en un lapso de una semana o nueve días. Esta urgencia temporal estaría en concordancia con la necesidad de iniciar el ritual de la visita, el cual incluirá la colocación de agua, velas, flores, piedras e incluso la realización de misas en fechas determinadas. La tendencia general pareciera ser la de construir las capillitas una vez que ha finalizado el novenario.

De acuerdo con nuestra hipótesis, en la economía del sistema funerario venezolano, las capillitas son espacios simbólicos, escenario de rituales destinados a lograr que el difunto «descanse en paz», evitar que vivan «en pena» e impedir que el alma del difunto ande molestando o espantando a los vivos. La relación ritual con el difunto es completamente distinta a la que se establece con alguien que ha muerto en forma natural y que está sepultado en un cementerio. El hecho de que las capillitas se construyan en lugares donde ocurre la muerte pero donde nadie yace enterrado revela que el culto está destinado al alma y que la visita no es, como en el cementerio, al lugar donde yace el cuerpo. Esto refuerza nuestra hipótesis y semióticamente actualiza la dualidad alma/cuerpo de tan larga tradición en diferentes culturas. Mientras los dos principales componentes del macro ritual funerario en Venezuela, específicamente el velorio y el entierro, están centrados en el cuerpo (Finol y Djukich de Nery 1998), el ritual aquí estudiado gira en torno al alma. Es única y exclusivamente el espíritu del difunto el que es semióticamente actualizado a través de las capillitas y de los rituales asociados con ellas.


Notas

(1) Una de esas pocas excepciones son las breves notas de Angelina Pollak-Eltz. Ella señala que «en todo el territorio nacional es costumbre colocar una cruz a la orilla de una carretera, en el lugar donde ocurrió un accidente fatal» (1989: 28). Nuestra experiencia indica que son mucho más las capillitas construidas que las cruces aisladas puestas en las carreteras, aunque casi siempre las capillitas incluyan cruces. La presencia de cruces aisladas es poca.
2 Según algunos miembros de la religión judía, la colocación de piedras constituye la marca de que alguien ha visitado al difunto.
(3) Hay numerosas comparaciones entre la tumba y la casa. He aquí una más: «Desde luego, el acto del enterramiento es un arte: para conservar el cadáver de la enemiga putrefacción, sustituto de la inmortalidad, y para que el sitio (la tumba) sea tan bello, o más bello, que la casa común de los hombres en vida, su hogar definitivo» (Rodríguez Ortiz 1994: 6). Ver también al respecto Finol y Fernández (1997).





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