de
entrada
me gustaría señalar que con este breve artículo he querido contribuir
a la afortunada tendencia a la que en los últimos años hemos asistido
en lo que comporta a la recuperación de la mujer en todos los ámbitos
posibles de la investigación. Y lo he hecho a partir de un elemento
puntual, concreto, pero que no puede pasar desapercibido y que, en mi
opinión, resulta enormemente interesante a la hora de ser analizado.
Este elemento no es otro que la imaginería de lo femenino que nos presenta
la publicidad1 ; un imaginario que no deja de ilustrar
las contradicciones que descansan en los planteamientos culturales de
nuestra sociedad. Es decir: por un lado, se propugna en la teoría un
compromiso con la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, así
como el respeto a todos los seres humanos sin distinción de sexo, raza
o condición; por otra parte, la publicidad, como ocurre en otras esferas,
comercializa imágenes que suscitan un condicionamiento social y educacional
en donde se potencia la diferenciación y el sexismo. Nuestro texto,
lejos de ser exhaustivo, se plantea más bien como una interrogante o
conjunto de interrogantes posibles abiertas. Se plantea como una invitación
a reflexionar sobre el mundo de la publicidad, sobre la estrategia consumista
y, particularmente, sobre la manipulada y manipuladora imagen de la
mujer, entendida como un valor-signo al que se le han asociado falsos
significados. De cualquier modo, nos gustaría que esta aportación se
interpretase como un punto de vista personal, no femenino, es decir,
no asignado a ningún discurso feminista, aunque, como podrá comprobarse,
sin dejar de constatar que las imágenes con las que la mujer se ha definido
en la publicidad han subrayado su identidad sexual por encima en demasiadas
ocasiones de su identidad como seres humanos.
La
pretensión de este trabajo2 ha sido pues la de poner
nuestra mirada en las cosas que representan otras cosas, en la imagen
de lo femenino que nos llega por la vía de la publicidad, donde los
fabricantes de imágenes hacen de la mujer objeto de culto, de deleite,
de embeleso y de distracción. No se presentan seres individuales sino
marcadores, estereotipos, señales que simbolizan, que ilustran, que
indican, decoran, valorizan e identifican determinados productos. De
ahí que podamos sostener que la publicidad ofrece un falso y engañoso
espejo de lo que es la mujer actual; simplistas concepciones acuñadas
que carecen de un verdadero sentido, homogeneizando valores, hábitos
y conductas, que sólo dificultan la percepción de la compleja realidad
y los múltiples puntos de vista del mundo que nos rodea. Ante el marco
del actual fetichismo de la imagen, en un mundo íntegramente mediatizado,
lleno de productos absolutamente impersonales, hechos a máquina y no
tocados por la mano humana, la publicidad convierte a la mujer en un
signo ritmado por el reclamo y la promoción.
A
medida que los tiempos evolucionan, la publicidad se mueve con ellos,
reproduciendo y dando forma a sus gustos en una carrera por acaparar
ventas. En nuestra sociedad, en el campo de la lucha por la supervivencia,
los bienes se distinguen cada vez menos por su propia utilidad y cada
vez más por su prestigio social. Es un hecho indiscutible el poder que
las imágenes han tenido a lo largo de la historia y tienen, acaso más
aún, hoy en día entre nosotros. Sean fijas o animadas, en blanco en
negro o en colores, mudas o parlantes, poseen la capacidad de tranquilizar
y de soliviantar, de cautivar o suscitar rechazo; de provocar, en definitiva,
algo distinto a la simple percepción. Uno es poseído por la imagen,
que nos absorbe y nos invita a penetrar a beber en ella.
La
maquinaria publicitaria, con sus funciones mediáticas que se traducen
en voluntad de éxito y máxima difusión, hace uso de sus argucias, se
sirve de sus propias herramientas para intervenir en su favor; tiene
a su disposición asombrosas capacidades lúdicas, icónicas, fantásticas
para dar con la fórmula mágica que hechice al consumidor. Son recursos
como la novedad, la extrañeza, la singularidad, que despiertan la curiosidad
del observador. Hace que la imagen sea útil, operativa, eficaz a sus
intereses, dirigida al blanco de la sensibilidad con el auxilio de impecables
trucajes e integrando la abstracción en lo visual. De tal modo, las
proposiciones plásticas del medio obedecen a un deseo de impresionar
al público y de llegar a él, desplazándose según los resultados comunicativos
y la capacidad para producir una conmoción psíquica en el receptor.3
Como en cierta ocasión indicaba Miguel Angel Campos, los anunciantes,
al igual que los sociolingüistas, adaptan el mensaje publicitario a
sus potenciales receptores atendiendo al género de sus destinatarios,
entendido como la consecuencia social y cultural de la división de la
humanidad entre hombres y mujeres. Esta separación se basa en la asunción
de que los distintos sexos poseen, al tener asignados diferentes papeles
en nuestra cultura, distintas percepciones de la realidad y, por ende,
diferentes códigos semióticos.4
La
imagen del género5 femenino no escapa a esta regla
y se convierte en espejo de sueños en los que se pretende atrapar al
observador. En muchas ocasiones se trata simplemente de proporcionar
una nueva envoltura a constantes de siempre, recurriendo a ideas que
no son innovadoras sino que se han mantenido a lo largo de la historia
del arte y de la cultura.6 Manipulada y manipuladora
de un público relativamente heterogéneo en el que caben categorías múltiples,
la mujer se revela para los publicistas como un elemento de persuasión
y de fascinación que hace que el anuncio penetre y permanezca en la
memoria. Se aprovechan de ese fondo irracional de creencias y de mitos
que se alberga en la mente colectiva para buscar que la idea presentada
se haga una más de ellas, multiplicando la potencia del mensaje.
La
originalidad chocante de algunas imágenes, la atmósfera mágica que las
envuelve o la musicalidad de las palabras hace que el receptor se sienta
más afectado, captando su atención, despertando su interés, estimulando
el deseo. Es el juego de la publicidad que envuelve en cuanto es apelante,
que invita a sumergirse de modo activo-receptivo en el campo de posibilidades
que abre. Esa capacidad lúdica implica rodear al público e impulsarlo
a la acción, en arreglo a la teoría del juego que, siguiendo a A. López
Quintas, sigue muy de cerca la experiencia de inmersión en lo envolvente,
en conexión con su carácter ambiental-interferente, dando lugar a un
modo de causalidad y de dinamismo.7
El
discurso del consumo apela a las motivaciones psicológicas de las personas,
para activarlas, potenciarlas y asegurar que con la adquisición de objetos
se verán satisfechas: la seguridad, el sexo, el poder, la autoafirmación,
la aprobación de los otros. El esquema de actuación es sencillo: el
publicista construye un comprador ideal, un perfecto destinatario para
su oferta y lo hace sirviéndose de una estrategia basada en conocimientos
de marketing y de psicología acerca de los colectivos e individuos que
son susceptibles de convertirse en compradores del producto. Es aquí
donde se sientan las bases para la construcción de modelos sociales
entre los cuales afloran los arquetipos femeninos. El marketing ha logrado,
paralelamente, crear las imágenes necesarias para que un objeto tradicionalmente
asociado a un sexo se pueda extender a otro, sin que por ello se vea
dañada la identidad de sus nuevos usuarios.
Uno
de los mejores ejemplos es el de los productos de belleza, que cada
vez intentan más venderse a los hombres, aunque presentados de forma
que éste no sienta menoscabada su masculinidad y comience a consumir
cremas, perfumes y otros productos tradicionalmente asociados a lo femenino.
La principal herramienta, para ello, es ofrecer el éxito sexual a cambio
del producto, lo que explica que en escasas ocasiones se prescinda de
la presencia femenina y que, en muchos casos, sea únicamente la mujer
la que aparece. La seducción se caracteriza con frecuencia por el poder
de evocación de unos ingredientes cuidadosamente elegidos que embriaguen
no sólo al potencial consumidor, sino también a las personas que le
rodean para que identifiquen la personalidad del producto con la suya.
En significativas ocasiones, el reclamo es, sobre todo en el campo de
los perfúmenes, la imagen de una mujer famosa -actrices, modelos, cantantes-,
cuya belleza, elegancia y prestigio se trasvasan al producto, en el
cual se simbolizan el glamour, el atractivo y el éxito que aquel renombrado
personaje detenta. Surge de ello la falacia de que la portadora de la
esencia adquiere dichos atributos, lo que, pese a resultar risible en
un plano estrictamente literal, posee un gran poder psicológico.
Muy
en relación con esto tenemos la imagen de la mujer como ser complejo,
a la vez perverso y rebelde, con sus misterios sexuales y de carácter
triunfador. Con una sonrisa casi siempre enigmática y presentada a la
manera de una amazona de nuestro tiempo, se asienta agresiva e investida
de una supremacía sobre el hombre. La mirada dirigida a un punto exterior,
desprovista de amor, de aspecto leonado, expresando sobreentendidos
contradictorios que se traducen en una perversión enmascarada por la
aparente fragilidad de una emperatriz maligna, metáfora del comportamiento
agresivo femenino. La idea de la adquisición y consumo del perfume se
concreta en la satisfacción del deseo masoquista viril que la mujer-
objeto del deseo cumple.8 Es la metáfora de la agresividad
que subyace en la relación sexual, de la pasión como lugar de encuentro
de fuerzas en tensión: dolor-placer, humillación-imposición, castigo-recompensa.
Una imagen que, en definitiva, es el resultado de la tradicional visión
que, desde la perspectiva masculina, se ha tenido de la mujer como objeto
de deseo, viéndose el hombre enfrentado a obstáculos en la caza de su
presa que no hacen sino incrementar su pasión. Son las sofisticadas
armas femeninas que hacen que la mujer llegue a convertirse en un felino
o en una fiera salvaje, lo que sólo hace que añadir riesgo y aventura
a la persecución.
Nos
encontramos asimismo, y sin dejar el campo de los perfúmenes de manera
preferente, con la recuperación del estereotipo de la vampiresa exótica
En este caso el perfume refleja el hechizo que ejerce la mujer sobre
el hombre: es una tentación con todo lo que esto conlleva de maligno.
Entra en el simbolismo de las perversiones femeninas decadentes, o lo
que es lo mismo, la mujer que es capaz de poner en marcha todos sus
recursos ocultos para embaucar, hechizar y finalmente hacer caer al
hombre en sus redes; una diablesa lujuriosa que surge de una penumbra
subterránea, cavernosa para incitar a la posesión y saciar sus deseos
alimentándose no ya de sangre, sino de perfume amoroso, y, explicitando
las sensaciones de la usuaria, cautivando finalmente al hombre.
Entre
las "formas" de lo femenino que más habitualmente se nos presenta tenemos
aquella en la que se ofrece una imagen idílica de la belleza a través
del desnudo. En ocasiones fusionada con la naturaleza en el marco de
un paisaje arcádico, paradisíaco; una naturaleza con la que la mujer
mantiene una especial connivencia y afinidad - como la identificación
entre la ligereza de un artículo de ropa interior y la frescura de un
florido jardín -. Un marco incomparable que invita a la mujer, ninfa
o sirena, a encontrarse en situación de vivir día a día desnuda a orillas
del mar o al amparo de un vergel en salvaje libertad, lejos del marco
urbano cotidiano, tan sólo vestida con un perfume o un desodorante.9
Es la abusiva visión que se utiliza para captar a la clientela en una
variada gama de artículos relacionados con el baño, con las cremas bronceadoras,
hidratantes y celulíticas, entre otros productos de higiene y belleza,
donde se nos invita a penetrar en un ambiente reservado a los rituales
del cuidado femenino, el del cuarto de baño o el dormitorio, manifiestos
o no. En ellos, la mujer, consciente de nuestra indiscreta mirada y
de la invasión en la esfera de su privacidad, acepta e incluso estimula
la impudicia, rozando los límites aceptados por el común de la sociedad
en lo que se refiere a la obscenidad, pero sin atentar al público pudor.
Es un desnudo juvenil, armonioso y anónimo, donde la modelo no suele
mirar al público, sin exhibicionismos; aceptable por tanto. Es el desnudo
de la consumidora atrayente que invita a la adquisición, que suscita
el convencimiento de que una figura ideal no es un sueño, que el empleo
del artículo permite a la cliente liberarse de taras físicas y psíquicas,
ejercer la seducción y resultar atractiva y deseable.
Otro
esquema no menos abundante y contrapuesto en buena medida a los anteriores
es el de la imagen aséptica de la madre, más o menos pulcramente vestida,
revestida de una aureola de discreción y limpidez y sin signos distintivos
de atracción sexual. Vendría a ser lo que podemos tener como el arquetipo
de la "maternidad", el cual prolifera en los anuncios relacionados con
los productos de consumo infantiles -pañales, biberones, papillas, leches
y otros productos de la gama de la alimentación y del cuidado del recién
nacido. Son imágenes dulces, entrañables, cándidas, donde cromáticamente
se juega con colores tradicionalmente asociados a la pureza, como el
blanco y el azul.10
No
en demasiadas ocasiones, es cierto, pero sí con una cierta frecuencia
tenemos la imagen del triunfo social de la mujer y de su triunfo humano
como ser autónomo. Es decir, una visión de la mujer intrépida, trabajadora
e independiente, que toma conciencia de su identidad, que exige estar
en el centro de la trama y mantenerse en situación de igualdad con respecto
al hombre. Emancipada, tiene un trabajo profesional, ejerce una función
fuera de la familia y se dedica incluso al cultivo de actividades intelectuales,
aunque sin que ello suponga la pérdida de su sensualidad; sin pretender
suplantar al varón o virilizarse ella misma. Encarna la protesta contra
la rutina y la trivialidad de la existencia, saliendo de la sombra y
esgrimiendo su capacidad para detentar el poder.11
Las propuestas presentan diferentes tipos de productos como aliados
de la mujer y de su independencia. La elección y el empleo perceptible
de la mercancía se manifiesta como garantía de que la consumidora obtendrá
esa determinada imagen, ese estilo especial de vida, viéndose a sí misma
progresista y actualizada, cuando menos diferente al resto. Es a veces
una moderna mujer ejecutiva, a la vez práctica y seductora, despreocupada
por la casa o la familia -posiblemente porque no la tenga-; o bien la
profesional y ama de casa que, gracias a los electrodomésticos y a los
nuevos productos de limpieza, es capaz de asumir ambos trabajos siempre
con la sonrisa en la boca. Diferente, en todo caso, a la tradicional
visión del ama de casa, permanentemente obsesionada por la limpieza
-el producto limpiador que sirve para todo, la desinfección profunda,
la blancura de la ropa- y por la alimentación de los suyos -el zumo
con más vitaminas, el fiambre que les alimenta,
los postres que les gustan.
Para
finalizar este somero recorrido no podemos olvidarnos de un abundantísimo
y variado conjunto de imágenes publicitarias, en parte relacionado con
los anteriores esquemas, donde la mujer se ve acompañada, explícita
o implícitamente, por la presencia masculina. Sobresalen quizá aquellos
casos en los que el varón se ve significado por un fragmento anatómico
o por cualquier otra huella que sea indicativa de su presencia -su fotografía,
una corbata, sus manos- y que tiene por objeto simbolizar que el motivo
último de la adquisición y el consumo del producto publicitado es lograr
su satisfacción. A veces, con la argucia de la sutil y velada alusión
a lo masculino a través de elementos de más o menos oculto o manifiesto
simbolismo fálico. Frente a la mujer que exhibe sus atributos el hombre
asume, con frecuencia, el papel de mirón del espectáculo, aunque también
puede revelarse el mismo como objeto de deseo. Subyace en otros casos
la idea de que la mujer amansa la fiera que encierra el hombre; el varón
como juguete de la mujer; incluso la imagen del hombre inclinado al
masoquismo, voluptuosamente humillado ante la mujer que es capaz de
proporcionarle el máximo placer y el máximo dolor, como respuesta a
ocultos deseos masculinos que llevan al varón a presentarse como un
ser frágil y humillado, propenso a una idolatría esclavizante. Pero
también lo masculino se concibe en ocasiones como tierno, sencillo,
afectuoso, cómplice con su mujer y sus hijos, comprometido con los asuntos
de cada día, e incluso con apariencia confusamente femenina.
En
todo caso y ya concluyendo podemos afirmar que ninguna de las imágenes
que hemos examinado, al igual que, generalizando, todas las que forman
parte del universo publicitario, responden fielmente a una realidad,
la de nuestra sociedad, que es mucho más compleja. Estos y otros estereotipos
no tienen en cuenta, por ejemplo, que hay muchas clases de mujeres que
no trabajan -las que no lo necesitan y no lo desean, las que lo desean
y no pueden porque carecen de calificación y no hay mercado de trabajo,
las que tienen a su alcance posibilidades para realizar una actividad
placentera sin remunerar-, ni tampoco la variedad del panorama de la
mujer trabajadora -desde las que poseen un puesto altamente cualificado,
a las que trabajan por horas, las que se dedican a una actividad de
carácter intelectual, las que disfrutan con su trabajo, las que lo detestan-.
Y, por supuesto, desde el punto de vista sexual, el abanico de posibilidades
se abre casi hasta el infinito y nada tiene que ver con esos clichés
antagónicos que contraponen la mujer fatal a la santa madre de familia.
Por último, también hemos de tener presente cómo a lo largo de la historia
la seducción y la posesión de las mujeres ha constituido uno de los
rasgos fundamentales que han sido utilizados para definir la masculinidad;
seducción llevada a cabo, de manera harto frecuente, mediante la fuerza
o el engaño, donde el varón es el motor del deseo sexual, en contraste
con la pasividad o el sentimentalismo femenino.
*Natalia
Tilve es profesora de historia del arte de la Universidad de Oviedo.