Heterogénesis - Revista de Artes Visuales - 2006 nr 55-56
NOVENA BIENAL DE LA HABANA


FOTO: Ximena Narea




 




Nelson Herrera Ysla


UNO

Cuando uno camina por la ciudad de La Habana siente un proceso de cambios en su imagen tradicional, tanto en sus zonas más conocidas - el Centro Histórico y la gran área Republicana - como en ciertos barrios y repartos construidos al filo de la segunda mitad del siglo XX. La ciudad cambia ante nosotros día a día, se transforma. Los ciudadanos colocan rejas de protección en balcones, o cierran con cercas de alambre el pequeño jardín de entrada a sus casas para convertirlo en un garaje o simplemente aislarse de la acera y la vía pública. Otros construyen paredes en el hermoso portal con el fin de obtener un nuevo espacio (habitación, recibidor, cocina, comedor), para esa casa cada vez más pequeña a medida que la familia crece.
Hay quienes deciden montar un minúsculo negocio para vender café, tartaletas, rosquitas, refrescos fríos, batidos o pizzas de variados tipos, frente a sus viviendas o en el espacio común de edificios de apartamentos y por lo general ubican una precaria mesa de madera para poner encima una licuadora, un termo grande, una vitrina, bandejas y letreros pintados por sus dueños con la oferta de los productos y precios. Otros anuncian ciertos servicios de reparación - zapatos, ventiladores, relojes -, u oficios espe-cializados como los de peluquero, electricista, plomero, albañil, joyero,… y no advierten las consecuencias de toda esta parafernalia gráfica en la “imagen” de la ciudad, en su cultura.

En los últimos años las personas, de manera informal, sin apenas control, se sienten con derecho a transformar fachadas de casas y edificios, o transfigurar esquinas y solares baldíos mediante procesos de libre intervención en ese espacio público que la ciudad conserva desde su fundación. Leyes, normas y regulaciones urbanas, dictadas con el fin de ordenar cualquier tipo de crecimiento o transfor-mación, son continuamente burladas no sólo por el ciudadano común sino también, aunque en menor medida, por empresas e instituciones oficiales. De ese modo, la ciudad de La Habana va desdibujando su trazado y fisonomía arquitectónicas, disipando su rostro y la imagen que aún la caracteriza ante los ojos de sus propios ciudadanos y de montones de visitantes de todo el mundo.

Esto no es privativo de La Habana: sucede por igual en barrios de Bogotá, San José, Ciudad México, San Pablo, Manila, Yakarta, Estambul, Alejandría, Port-of-Spain, Santo Domingo, Luanda, Harare, y cientos de otras urbes, grandes o pequeñas, en nuestras regiones del hemisferio sur. Dado que el llamado progreso y desarrollo - para otros la consabida “modernidad” - aún está por entrar (desde afuera) o surgir (desde el interior) de nuestras difíciles, inestables y débiles economías, la gente asume a su manera el desafío del presente y del futuro y a tal efecto “toma” las decisiones que estima correctas, “organiza” individualmente su vida, se propone “mejorar” su parcela material, su hábitat, en un prodigioso intento por ganarle tiempo… al tiempo.


Bilbao - FOTO: Ximena Narea

 

Letreros, colores, símbolos y signos, toldos, sombrillas, techos ligeros, luces, rejas, cierres de ladrillo, piedra o cemento, árboles, arbustos, flores, bocinas, antenas de televisión, lámparas, son algunos de los elementos con los cuales hoy los ciudadanos de cualquier ciudad de nuestros países considerados “en vías de desarrollo” diseñan su entorno cotidiano, el de su barrio, y por extensión el de la ciudad; la mayoría de las veces con escaso poder creativo, aunque en determinados casos afloran rasgos de humor y sabiduría popular que nos divierten y nos hacen sentir por momentos un tanto cómodos, entretenidos. Esto, por un lado.

Por otro, el crecimiento desmedido e incontrolado de la población urbana en cada país de nuestras regiones, debido al fenómeno de la migración y su consecuente economía informal, contribuyen a generalizar una imagen difícilmente interesante - a ratos, caótica, enmarañada y anárquica - de la ciudad y del ambiente donde se desenvuelven miles, millones de personas. En esos espacios urbanos, no obstante, se hace visible un notable contrapeso visual-formal en el diseño más o menos “atractivo” de grandes almacenes, tiendas y shopping centers, cafeterías, clubes, hoteles, con sus redes de información gráfica asociadas a estas edificaciones, más la amplia gama de servicios habitacionales, bancarios, judiciales, educacionales, empresariales… burocráticos de todo tipo, cuya concreción arquitectónica responde a una tipología estandarizada, “globalizada”. Unidos éstos a la parafernalia de anuncios publicitarios, culturales y de la propaganda política, la cultura visual de nuestras ciudades supera en impacto, cantidad y variedad, al papel que desempeñan las instituciones dedicadas al arte cuyo fin es “educar” estéticamente a la población y contribuir a la conformación de un gusto, de un pensamiento y de una cultura legitimados por las historias oficiales de cada comunidad y nación.


Santiago de Compostella - FOTO: Ximena Narea

A primera vista se trata de una pelea de mono contra león, pues la suma de museos, galerías, centros culturales y alguna que otra institución especializada resulta insuficiente para atenuar o contrarrestar tal impacto visual, pues representan un ínfimo por ciento en comparación con la generalidad de esas otras “instituciones” que hoy son elementos necesarios, esenciales, por no decir insustituibles, del tejido urbano.
Como complemento a esta específica y abigarrada visualidad en constante crecimiento, pueden escucharse grupos musicales en aceras, parques, jardines o plazas; aunque la mayoría de esa sonoridad no proviene de música en directo, sino del interior de cafés, tiendas, cafeterías, taxis y ómnibus, lo cual complejiza y congestiona aún más el ambiente urbano. Aunque esto pueda parecer algo muy particular de ciudades de El Caribe (en aumento, por cierto, en la Habana), podemos sentirlo también en “tierra firme”: Lima, Ciudad de Panamá, Caracas, San Pablo, Bogotá, Bahía, Fortaleza, Managua. De ahí que la vida cotidiana en espacios abiertos de muchas ciudades nuestras semeja una suerte de carnaval, un festival de imagen y sonido, un espectáculo, no siempre bajo normas de organización y diseño, lo cual termina por alterar, de manera silenciosa, sutil, imperceptible, nuestros estados de ánimo, nuestros hábitos, nuestro comportamiento social, nuestras maneras de “ver el mundo”.

 

En el viejo Delhi, por ejemplo, se aspiran intensos y penetrantes olores de especies que harían reconocible, de inmediato, el lugar por donde uno camina, añadiéndosele el asombro, también imposible de olvidar, causado por el paso sin restricciones de vacas por la vía pública. Si sumamos a ello el descubrimiento del único hospital de pájaros en el mundo, podemos transitar de la extrañeza al delirio en un santiamén. En cuanto a olores, lo mismo sucede en ciertos mercados de El Cuerno de Oro, zona histórica de Estambul, y en el puerto de Valparaíso donde se mezclan algunos provenientes de sales, pájaros y metales envejecidos. En Addis Ababa recuerdo una calle, a principios de los años 80, bautizada por algunos extranjeros como El Muro, y no por contar con una construcción de ladrillos, hormigón o acero: se trataba de fortísimos y agudos olores, no muy agradables por cierto, que dificultaban e impedían en la práctica el tránsito peatonal a los no habituados: terminaba uno derrotado y tomando otro rumbo antes de proseguir camino. Algo similar ocurre en el deprimido callejón llamado popularmente “El cartucho”, en pleno centro de Bogotá, aunque debe añadírsele una cuota de violencia local jamás soñada en aquella apacible ciudad africana.

En La Kasbah, Argel, uno de los sitios fascinantes de la arquitectura y el urbanismo islámicos, no se recomienda entrar solo si se es forastero, dada la real posibilidad de extraviarse y no poder salir nunca, o ante el riesgo de caer en manos de malandros locales listos a la caza fácil. La misma recomendación la hacen habitantes de ciertos barrios de Río de Janeiro, Medellín, Caracas (no way pana, te dicen los amigos): todo ello concierne, sin dudas, a la “imagen” de la ciudad.

Montar en taxis y ómnibus ligeros urbanos en Santo Domingo, Port of Spain, Fort de France, es una experiencia única en El Caribe debido al shock de música delirante dentro de cada vehículo, del que sólo es posible reponernos minutos después de haberlo abandonado. Para moverse de un sitio a otro en El Cairo es mejor no tener prisa: más de 2 millones de taxis y ómnibus urbanos recorren día y noche la ciudad menos señalizada del planeta, y proba-blemente la más ruidosa, donde apenas 20 ó 30 semáforos funcionan bajo el polvillo fino del cercano desierto de Sahara, dando lugar así a un sobre- entendido caos vial en el que todos y cada uno de los conductores cree tener la razón.


Patio interior de un edificio en La Habana Vieja
FOTO: Ximena Narea

Vivimos, pues, en estado de alteración ambiental, unas veces de apariencia simpática, “surrealizante”, loca; otras, algo más dramática, confusa y exasperante. Ambas nos advierten que nos movemos dentro de un universo complejo, difícil, de violentos contrastes, dinámico en más de un sentido, dominado por ocultas fuerzas del orden y, a ratos, del desorden. A una y otra nos hemos “acostumbrado”. Es el mundo donde nacemos y nos educamos… y es fuente también de una vasta y rica diversidad cultural por la cual sentimos orgullo a pesar de las extremas condiciones económicas en que se desenvuelve. Esas culturas urbanas han dado incontables muestras de vitalidad, imaginación, talento, energía, no siempre reconocidas en otros ámbitos y escenarios del mundo, aunque en las últimas décadas se siente un mayor acercamiento a ellas. Los puentes tendidos desde y hacia nuestros lados parecen hoy fuertes como para permitirnos compartir esa información, conocimientos, emociones, en ambos sentidos, y comenzar así una nueva era de entendimiento universal luego de cientos de años de distanciamiento. Nunca es tarde si la dicha es buena, reza uno de nuestros refranes populares.

DOS

En Berlín las calles pudieran considerarse perfectas para viajar en vehículos: hay señales que indican sendas, pasos, cambios de dirección, circulación, y letreros donde se especifican rutas a seguir, ciudades cercanas y lejanas, lugares importantes, parqueos, peligros, obstáculos. Las aceras tienen bien distinguido por donde debe caminar el peatón y viajar las bicicletas, los sitios para minusválidos, y dónde se hallan cestos para la basura o teléfonos públicos. Cada signo y símbolo es diseñado por profesionales que abordan con rigor cualquiera de estos mensajes, ya se trate de establecimientos comerciales o lugares para comer, tomarse un café, oír música… Nada queda al azar, a la espontaneidad o la improvisación.

En muchas otras ciudades del centro y oeste de Europa ocurre igual: sus ciudadanos se mueven día a día dentro de un orden determinado por regu-laciones y leyes, cuya graficación en términos formales se corresponde con un universo de alto desarrollo eco-nómico. Las vallas de publicidad comercial alcanzan dimensiones exor-bitantes, en algunos casos ocupan fachadas de edificios de varios pisos y responden con eficacia a los códigos del diseño gráfico actual: buenas fotografías, eficiente tipografía, sencillez y precisión en las imágenes seleccionadas, impresión de alta resolución. Igual ocurre con afiches y vallas de cultura y entre-tenimiento, aunque de menor dimensión.
En esas ciudades europeas existen normas que prohíben a los propietarios de casas y negocios sobrepasar un cierto grado de decibeles si desean escuchar música o producir cualquier sonido. Nadie está facultado para transformar espontáneamente ventanas, puertas y balcones de sus casas, ni intervenir el espacio público a su antojo. Por otra parte, plazas, parques y el circuito de áreas verdes de la ciudad contienen un sinnúmero de esculturas, pinturas objetos, intervenciones y mobiliario urbano de notable grado de belleza. Lo mismo sucede con las vidrieras de tiendas, estaciones de ómnibus, terminales de ferrocarriles y aeropuertos, cuyo nivel de diseño sobrepasa el de otros países. El espacio público por donde circulan día a día millones de ciudadanos, hacia o desde sus casas, está diseñado con el objetivo de garantizarles seguridad, confort y un eficiente nivel de información.

Helsinski, Oslo, Estocolmo, Copenhague, Reikjavik, son ejemplos notorios de este diseño ambiental integral. A algunos les puede parecer exagerado, aburrido, por cuanto no escapa el más mínimo detalle arquitectónico ni urbano a las autoridades muni-cipales: nada puede “sacar de paso”, dislocar un poco, ese ambiente quizás radicalmente frío, racional. Es tanta la “perfección” de ese universo visual que, por contraste, muchos ciudadanos de tales latitudes viajan hasta nuestras regiones para disfrutar de lo “otro”, de eso que pudiera nombrarse “lo real maravilloso” (literaria manera de ponderar la yuxtaposición y superposición de códigos y símbolos visuales, música, escándalo, caos, pobreza) que habita en nuestras ciudades y regiones, cuya materialización, con variantes propias del contexto, podemos hallarla en La Habana.


Basilea / FOTO: Ximena Narea

TRES

La cuestión no reside en dilucidar cuál forma de habitar y convivir es mejor o más placentera, pues responden a formaciones socioeconómicas diferentes: algo tan visible, tangible y evidente que a veces no lo percibimos en su verdadera magnitud. Cada una de ellas expresa el mundo que las creó y sostiene. Es riesgoso afirmar de cual lado se halla “la felicidad” o “la vida”. Los millones de habitantes insertados en esas dinámicas urbanas se han habituado a vivir en y desde ellas aún cuando temporalmente, y hasta de modo definitivo, se trasladan a otras. A profesionales de diverso nivel y rango, y a los propios artistas, les sucede con frecuencia. Al parecer la “razón” no la tiene nadie sino la compleja realidad que atraviesan…y es diferente en Europa, Estados Unidos, África, El Medio Oriente, Asia, América Latina y El Caribe. Abordarla desde esas diferencias puede resultar lo más sensato para ayudarnos a comprender con mayor objetividad el arte producido hoy en cada una de nuestras regiones, ya se trate de áreas consideradas “en vías de desarrollo”, o de países altamente industrializados que han comenzado lentamente un proceso de transformación etno-cultural, como resultado de visibles mi-graciones y de intercambios necesarios en este universo globalizado.


CUATRO

Ese mundo de imágenes (y de sonidos, ruidos, olores, acciones callejeras) que pueblan la geografía de nuestras ciu-dades, condiciona de manera inexorable los gustos, alimenta la imaginación, modela sensibilidades. De él extraen nuestros artistas muchos de los signos y referentes para construir sus obras, pues gran parte de sus conceptos e ideas comparten la misma fuente. A los que no somos artistas (Joseph Beuys no aprobaría dicha afirmación), esa mayoría ciudadana silenciosa, nos condiciona también una manera de “ver” no sólo el mundo que nos rodea, sino otros más allá de nuestras narices. Podríamos sumarle -lo cual haría más extenso el cuento - la moda asumida por cada ciudadano de acuerdo con sus preferencias y economía… y múltiples factores más (autos, camiones y ómnibus circulando día y noche, iluminación de calles y sitios públicos) hasta hacer bien exhaustivo el análisis, pero me limito aquí a los que corresponden o están asociados a lo visual, reapropiados como signos y símbolos por los artistas desde sus territorios y apoyados en muchos casos por curadores e instituciones, en especial cuando se trata de eventos culturales, sea modesta o grande su resonancia.

Nuestras ciudades, pueblos, villas y aldeas generan un tipo de cultura visual en cierto modo diferente a la que hallaríamos en otros escenarios urbanos donde apenas existe el ambulantaje, la economía informal, las apropiaciones ilícitas de los espacios públicos, ruinas en demasía, barrios construidos ilegalmente con pobres mate-riales, publicidad indiscriminada. Se trata, una vez más, de un problema contextual, de influencias de esa cultura urbana sobre los ciudadanos día tras día, las cuales representan una fuente inagotable para nuestros artistas en los últimos años, tal como puede corroborarse en Brasil, México, Chile, Puerto, Rico, Belice, Cuba, Colombia, Sudáfrica, Angola, Nigeria, Tailandia, Indonesia, Filipinas y China.


Berlín / FOTO: Ximena Narea


Ya no son solamente los “grandes relatos” la causa de numerosas obras valiosas en nuestras regiones (desde la historia, los movimientos sociales, la política, hasta identidades particulares de etnias y naciones, pasando por ideologías, pro-blemas de género y raza). Ahora también lo son ciertas zonas de la cotidianidad, de la intrincada red de mensajes con los cuales tropezamos diariamente en las calles, de los desafíos diarios a que nos someten viejas y nuevas estructuras económicas, y de nuestra cuota de sueños y aspiraciones. Estamos ante un bombardeo objetivo y subliminal de códigos visuales - muy superior en cantidad al atribuido a ciertos medios electrónicos de comunicación -, que se torna visible a los ojos y sensibilidad de nuestros artistas.
De ahí la participación más activa de nuestros creadores en y sobre el entorno urbano, inde-pendientemente de su escala y significación, pues las ciudades han devenido las mayores y más excitantes galerías para la circulación de obras, y espacio para la confrontación y reflexión de su misma suerte y destino. Muchos desean contribuir desde su ínfima parcela al esclarecimiento (sea desde la parodia, la crítica o la adulación) de esas constantes trans-formaciones operadas en cuadras, parques, calles, plazas.

El arte parece así abocado a regresar a uno de sus lugares de origen, a recuperar el papel que tuvo la comunidad y la ciudad en la historia humana mucho antes de que esta se compartimentara en funciones y clases. Es un viaje a la semilla, diferido por espacio de siglos. El eterno retorno.


Belgrad / FOTO: Ximena Narea


CINCO

Existen tantas culturas urbanas como realidades específicas en cada ciudad, país y región. He querido resaltar aquí esas donde existen márgenes mayores para intervenciones quizás desordenadas, no reglamentadas; es decir, donde no participan profesionales, aunque dan origen a un cúmulo de imágenes visuales y no visuales suficientes. A ello podría denominársele cultura popular urbana, en su sentido amplio. Pero sobre ella apenas se habla, pues no es producida desde los territorios legitimados y consagrados por la historiografía y la crítica de arte: gran parte de sus creadores no son suficientemente conocidos, sus “obras” escapan a los análisis y estudios tradicionales a pesar del incomparable volumen que ocupan dentro del espacio físico donde se producen y su innegable influencia cotidiana.

Desde sus propios territorios, y otros quizás distantes, numerosos artistas reflexionan sobre ellos a partir de una perspectiva crítica con el fin de llamar la atención pública y contribuir a su mejoramiento mientras otros exaltan algunos de sus rasgos como factor importante de la identidad de una ciudad, de un pequeño o gran conglomerado urbano. Y un evento como la Bienal de La Habana los pone a circular en un sistema abierto de propuestas artísticas, los exhibe e integra en su estructura y organización, y los muestra a un público quizás cautivo en las esplendentes y eficaces redes de una postmodernidad que no ha hecho suficiente justicia con ellas, atareada todavía en privilegiar otras más cercanas al mercado, a los controversiales dictados de una curadoría internacional contemporánea… y a la “tiranía de los museos”. Sin embargo, ellos continúan siendo elementos constitutivos y profundos de nuestra identidad a nivel, ambiental, cultural y social, y la Bienal de La Habana no renuncia a insistir sobre cualquiera de los aspectos que puedan arrojar luz sobre nuestras vidas y destinos aún a riesgo de repetirnos.


Copenhague / FOTO: Ximena Narea

 

Seguimos empeñados, pues, en tratar de identificar nuestras múltiples identidades y rostros, porque son muchos, quizás demasiados.

Cuando muchos creen conocernos gracias a los avances en determinadas ciencias y disciplinas humanísticas, descubrimos entonces con preocupación y entusiasmo esos elementos que han permanecido poco visibles a nuestros ojos y corazones.

Hay quienes creen saberlo todo, o casi todo, sobre sí mismos: felices seres.

Nosotros creemos no conocer lo suficiente sobre ese enmarañado tejido visual, cultural, que subyace en nuestras ciudades a no ser “eso” que se trasmite diariamente por la televisión y los periódicos.

Es acerca de este fenómeno tan excitante y polémico que nos pronunciamos en un evento internacional que debe aspirar a servir de encuentro de ideas y seres humanos a pesar de las serias dificultades económicas por las que atravesamos.

 

(Nota del autor: este texto es una versión, con muy escasas modificaciones, del original publicado en el Catálogo General de la novena edición de la Bienal de La Habana, marzo-abril de 2006)

 

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