VÍCTOR MONTOYA
Bolivia

La Lagartija

Todavía recuerdo a la lagartija que se me metió por el botapie del pantalón y subió por mi pierna con una agilidad que me hizo erizar los pelos. Lancé un grito desesperado y, dándole una palmada que sonó como un sopapo, la aplasté contra mi muslo. Sacudí el pantalón, suponiéndola muerta o herida, pero lo único que cayó al suelo fue su cola que se movía con fruición. El cuerpo de la lagartija desapareció misteriosamente. No supe dónde se metió, sino hasta cuando empezó a salirme una mancha verdosa a la altura de la entrepierna, justo allí donde la piel se levantó en forma de una pequeña salamandra; el cuerpo alargado, la cabeza puntiaguda y las patas extendidas a los costados. Aunque a primera vista parecía un tatuaje chino, me causó una angustia que me dio ganas de morir.

Con el transcurso del tiempo, aquella parte del muslo adquirió una tonalidad negruzca y la piel se me puso rechoncha. Lo peor es que la lagartija, cada vez que yo daba un paso o corría, parecía moverse debajo de mi piel como si estuviese viva. No sentía dolor ni escozor, pero experimentaba una sensación sólo conocida por quienes tienen un reptil encajado en el cuerpo.

Este secreto guardé celosamente, hasta que un día, sobrecogido por el miedo de que la lagartija se me metiera en alguna concavidad oscura, decidí consultar con un zoólogo, quien, sin salir de su asombro, me aconsejó visitar a un médico cirujano, para que me extrajera la lagartija y me injertara otra piel sobre la herida. Así lo hice. El cirujano, muy extrañado por el caso, me operó el muslo y me injertó otra piel que, por un error irreversible, resultó ser la piel de otro reptil más escamoso y venenoso.

Desde entonces, en lugar de la lagartija, cargo una serpiente enroscada entre las piernas.

 

La Riada

 

De súbito me sentí arrastrado por una tromba de agua que se encajonaba río abajo, arrasando las cosas y las casas que encontraba a su paso. Quise agarrarme de un árbol cuyas ramas eran peinadas por el viento, pero el árbol se quebró y yo caí sobre la borrasca que, arrastrándome entre guijarros y desechos, me arrojó en una zanja donde viraba el curso del río.

 

Parecía una tormenta en verano, los relámpagos chispeaban en el cielo y las aguas se precipitaban desde la punta de los cerros. Las piedras y los puentes, que hacían de muros de contención, fueron cediendo poco a poco, hasta reventar como diques de corcho. La corriente se hizo invencible y nada pudo resistir su embestida. El caudal del río se multiplicó y la ciudad quedó navegando en sus aguas, mientras el lodo, convertido en ciénaga, iba dando fin con todo vestigio de vida.

 

Aunque a ratos me sentía como Ícaro, el joven que quiso volar como pájaro y se precipitó en su propia destrucción, podía respirar y avanzar contra la corriente. No sé cómo me salvé pero alcancé la orilla, braceando con la desesperación de un náufrago. En derredor estaban los cadáveres que fueron arrastrados y sepultados por la avalancha. De la ciudad no quedó nada, ni siquiera los pájaros que antes trinaban en los huertos. Todo quedó reducido a escombros.

 

El cielo se despejó y llegaron los helicópteros de salvación. Una tropa de soldados organizó una patrulla de rastreo y se dio a la búsqueda de las víctimas del desastre. Siete días y siete noches se buscó todo indicio de vida. No quedó ni un pedazo de tierra sin escarbar, pero no dieron más que con un perro herido que vagaba sin consuelo y con el cuerpo de una mujer moribunda que yacía en un recodo, donde la riada la empujó después de desvestirla; tenía la cara desfigurada, los brazos torcidos, las piernas cruzadas alrededor del cuello y los cabellos apelmazados por el lodo.

 

Los soldados, que me encontraron por el rastreo de los perros, no podían acreditar que todavía estuviese con vida. Me subieron a una camilla y me condujeron al hospital de primeros auxilios, donde me cortaron y zurcieron el cuerpo. Mas de esta experiencia prefiero no hablar, porque es el episodio más cruel que recuerdo de la pesadilla.