El rol del estado en el desarrollo del arte en Chile


Desde la fundación de la Academia de Pintura hasta 1928



Pedro Zamorano

Pedro Lira: El niño enfermo, 1902 (Olja på duk, 0,97x1,35 m)


La enseñanza del arte tuvo en Chile, durante el siglo pasado, un carácter fundacional. En un país que recién normalizaba sus instituciones republicanas estaba, en la práctica, todo por hacer. El arte no era una prioridad, no obstante los anhelos de desarrollo cultural de sus habitantes. Los conocimientos e información cultural eran del todo precarios. Lo poco que existía estaba localizado en círculos muy restringidos. La escasa información sobre la materia era patrimonio, casi exclusivo, de algunos diplomáticos y también de personas cultas y adineradas, que habían podido viajar a Europa.

La enseñanza del arte en nuestro país, que se había iniciado en 1849 con la fundación de la Academia de Pintura, estuvo regenciada desde sus orígenes y hasta las primeras décadas de siglo pasado por el Estado. El acento tradicionalista, que tuvo en sus orígenes la actividad, dice relación con una mirada oficial de las autoridades de entonces, por cierto más cercana de las normas clásicas que de cualquier intento de innovación estética. La tradición neoclásica queda muy bien definida en los planes y programas de la Academia de Pintura, creada bajo el gobierno de Manuel Bulnes. El modelo de las academias europeas, de la francesa y la italiana en especial, fue tomado al pie de la letra en nuestro país.

Las abundantes alusiones al mundo helénico que hace Alejandro Cicarelli en el discurso inaugural, con seguridad despertaron el entusiasmo de las autoridades. Esta parte de la intervención del maestro napolitano debe haber sido la más aplaudida: «Cuando examino, señores, el bello cielo de Chile, su posición topográfica, la serenidad de su atmósfera, cuando veo tantas analogías con Grecia y con Italia, me inclino a profetizar que este hermoso país será un día la Atenas de la América del Sur.»1

Desde sus inicios, la enseñanza del arte en Chile tuvo un marcado acento tradicionalista. De esta forma se legitimaba, podríamos decir desde el propio Estado, sostenedor de nuestro principal centro de instrucción artística, una sensibilidad, que se hacía evidente no sólo en la enseñanza del arte, sino además en los salones, en los encargos y en determinar las líneas y orientaciones pedagógicas que debían seguir los estudiantes que se becaban a Europa. El modelo clásico caracterizó la obra de casi la totalidad de los artistas formados en la Academia y ello hasta los años iniciales del siglo XX; Cosme San Martín, Demetrio Reveco, Alfredo Valenzuela Puelma, Nicanor González Méndez, Eucarpio Espinoza, entre otros, representan algunos nombres de una nómina bastante más extensa. El más importante y entusiasta de todos, quien además dio a esta sensibilidad un contexto teórico, fue Pedro Lira Rencoret. En el ámbito de la crítica, defendieron estas convicciones José Backhaus, Nathanael Yáñez Silva, Paulino Alfonso y el francés Ricardo Richon Brunet.

La solidez de este modelo academicista impidió que los alcances de la innovación plástica, que se comienzan a manifestar con fuerza en Francia desde la segunda mitad del siglo pasado, llegaran a nuestro país, pese a la inquietud de cambio que, hacia fines de la centuria, comenzaba ya a germinar entre algunos pintores nacionales, especialmente Juan Francisco González:

«Podemos notar que el arte académico no era solamente una determinada expresión plástica a la cual adherían los artistas por percepciones pictóricas definidas, sino que era un verdadero sistema autosuficiente en su producción, recepción y legitimidad, que reproducía los gustos y percepciones de la clase dirigente. El artista que optaba por el arte académico, elegía una alternativa que le otorgaba estudios, salones, premios, medallas, viajes, crítica favorable, reconocimiento social y económico.»2

Aun cuando sesgada en lo académico, la acción del Estado fue, ciertamente, beneficiosa para el desarrollo de la actividad. A ello habría que sumar el aporte de personas cultas, aficionadas a la pintura, que traían obras de maestros europeos y alentaban el desarrollo del arte nacional. En tal sentido, Jorge Huneeus Gana3 subraya el aporte de José Gandarillas, Pedro Palazuelos y Ventura Blanco: «...hombres de gusto acendrado que conocían los museos de Europa y que difundieron en nuestra sociedad el gusto artístico».

Pedro Lira y Luis Dávila Larraín habían fundado, en 1867, la Sociedad Artística, incorporando a ella a sus camaradas de arte, aficionados y coleccionistas. Organizan tres exposiciones particulares sucesivas, que producen un impacto muy positivo, precursando la gran exposición llamada del Mercado (1872), que fue organizada por Benjamín Vicuña Mackenna para estrenar el nuevo local del Mercado Central. En 1875 se realizó la primera exposición de carácter internacional y otra especial de arte extranjero, en 1878. La Sociedad Artística se transforma al regreso de Lira de Europa (1885) en la Unión Artística. Al esfuerzo de esta entidad se debe la fundación del primer Museo de Obras Extranjeras (con pinturas de Villegas, Pradilla y D'Aubigny, entre otros).

En 1880 el interés por el arte se materializó en la creación del primer Museo de Bellas Artes4, que funcionó inicialmente en el segundo piso del Congreso, para luego trasladarse al edificio llamado El Partenón5, en la Quinta Normal; que se transforma en el núcleo de la vida artística nacional pues allí se efectuaron los salones nacionales, hasta la inauguración del edificio Escuela-Museo, del Parque Forestal, en 1910. El templete neoclásico transformado en museo era prueba patente de la penetración en Chile del ideal helénico: Atenea Partenos tenía también su sitio sagrado en nuestra capital. El éxito de la Unión Artística conllevó a un apoyo más decidido de parte del Estado al desarrollo de esta actividad. Se crea la Comisión Permanente de Bellas Artes, que tuvo a su cargo, hasta los años iniciales de este siglo el Salón Anual de Pinturas. Este organismo dio un gran impulso y estimuló a esta actividad; incrementó el patrimonio de las colecciones con obras de pintores nacionales y extranjeros, pensionó a muchos pintores a Europa, mantuvo por varios años la Revista de Bellas Artes, administró los premios de honor del Gobierno y las recompensas de otros certámenes financiados por filántropos, tales como el coronel Marcos Maturana y Arturo Edwards, fundadores ambos de premios anuales. A esta comisión se deben muchos de los avances artísticos experimentados en las postrimerías del siglo pasado. «Ha desarrollado con tino y altura el gusto público por el arte; ha sabido obtener el mantenimiento de los pensionados artísticos a través de las veleidades políticas y financieras del presupuesto de la nación; y ha sabido, sobre todo, vencer las dificultades naturales que presenta el espíritu generalmente celoso y apasionado de los artistas a toda organización colectiva imparcial y ha logrado mantener el prestigio, la seguridad y la concurrencia de exponentes dignos a los salones de cada año, aun a despecho de las divisiones y rivalidades de bandería artística, que llegaron alguna vez a producir escándalo, poderoso signo de vitalidad artística de un gran Salón Libre Anual, a imitación del de París.»6

Las nuevas demandas propician la creación del Consejo Superior de Letras y Bellas Artes7, que incorpora las secciones de Bellas Artes, Artes Gráficas, Música y Declamación. Este Consejo fue instituido mediante decreto el 31 de mayo de 1909 y tuvo a su cargo la «vigilancia general» de todos los establecimientos públicos de enseñanza artística y, en general, el fomento de la cultura nacional. También le correspondía la supervigilancia y la dirección de la Escuela de Bellas Artes. Sus prerrogativas eran, desde luego, establecer las políticas y orientaciones, pero, además, podía dictar o modificar los planes de estudio y reglamentos internos de los diversos esta-blecimientos artísticos; proponer al Gobierno el nombra-mientos de sus directores; nombrar o remover a los profesores y empleados; determinar las pruebas que debían exigirse a los alumnos «que aspiren al título de idoneidad profesional», y expedir estos mismos títulos.

En lo que respecta al fomento de las artes, este Consejo tenía algunas de las siguientes facultades: proponer la creación de museos, exposiciones y concursos públicos; organizar exposiciones; informar al Gobierno sobre qué obras habían de adquirirse para los museos; proponer al Gobierno sobre quiénes debían recibir el beneficio de una pensión en Europa, informar sobre el mérito de sus obras, entre otras. El fomento del «buen gusto estético» fue una de sus prerrogativas fundamentales. Un buen gusto que debemos entender asociado a ciertos principios formales e iconográficos y a una crítica que legitimaba al arte nacional desde una mirada europea academicista. Como se ve, un Consejo que establecía las políticas, administraba presupuestos y dictaminaba normas relativas a los procesos de la enseñanza del arte y que, por extraña curiosidad, estaba integrado, en una proporción absolutamente desmedida, más por personas vinculadas a la vida política y a la diplomacia, que por artistas. La institucionalidad artística en nuestro país tenía peso burocrático e influencias en el Gobierno. O, si se quiere mirar desde otra óptica, a través de ella el Gobierno hacía valer su opinión en el complejo mundo de las ideas estéticas nacionales.

Bajo este poder regencial y circunstancias se desarrollan nuestras expresiones de las artes visuales, primero y en términos generales bajo la ortodoxia clásica, desde la fundación de la Academia de Pintura y hasta los años iniciales del siglo XX; después en abierto antagonismo con este modelo, buscando situar las obras en los espacios creativos conquistados por los movimientos europeos más vanguardistas.

Los discípulos de Fernando Álvarez de Sotomayor8, los pintores de 1913, son los primeros que sufren una cierta incomodidad respecto de los moldes tradicionales; su reacción, en todo caso, no tiene la fuerza necesaria como para hacer variar esencialmente el panorama de la plástica nacional, aun cuando ciertos elementos de su obra, tales como los enfoques temáticos, el color y el lenguaje de las formas, resultan ser opuestos, casi en términos diametrales, a la visión dieciochesca. Esta reacción anticlasicista inicial se profundiza con el grupo Montparnasse y movimientos posteriores. Clásicos e innovadores tienen una cosa en común: convergen con su mirada en la Ciudad Luz.

El Estado tuvo también una fuerte presencia en la organización de la exposición del Centenario. Este certamen, de un claro trasfondo diplomático, fue manejado por el Consejo de Bellas Artes, razón por la cual se privilegiaron en la conformación de las comisiones, que actuaron tanto en Chile como en el extranjero, criterios tradicionales y académicos. La cabezas visibles, además del Consejo, fueron los pintores Ramón Subercaseaux y Fernando Álvarez de Sotomayor, aparte del diplomático Alberto Mackenna. Detrás de la iniciativa se encontraba el propio Gobierno, que presidía don Pedro Montt y Montt. Como lo expresa Patricio Lizama:

La famosa exposición del Centenario en 1910, fue el paradigma de la hegemonía del arte académico. El Consejo de Bellas Artes -integrado en su mayoría por personalidades de la vida pública- la organizó, seleccionó los invitados, presidió los jurados de las diferentes secciones de la exposición y escogió las obras que se compraron para el Museo Nacional.9

Como es posible advertir, las responsabilidades que el Gobierno había asumido sobre las Bellas Artes tuvieron un alcance mucho mayor que el sólo financiamiento de sus planteles de enseñanza. El Gobierno pesó siempre con su visión, hizo valer y con fuerza su opinión sobre el complejo mundo de ideas estéticas que la enseñanza y difusión de esta disciplinas comportaba. Se daban las líneas rectoras a través del Consejo de Bellas Artes (o entidades que le anteceden), institución integrada en su mayoría por gente culta, la mayoría de las veces altruista, vinculada al mundo de la diplomacia, la alta sociedad y el Gobierno. Esto que parece inapropiado tiene una cierta lógica; en una país que recién perfilaba su cultura, la información artística era del todo escasa, como ya se ha señalado sólo tenían acceso a ella personas vinculadas a la alta sociedad y a la diplomacia, muchos de los cuales habían vivido en Europa. Los actores directos, es decir los propios artistas, tenían en la entidad poca tribuna y representación.

Sólo cuando se consolida la visión artística de los progresistas, ya bastante dentro de este siglo, se diseña para la pintura chilena un camino distinto, diferente en cuanto a repertorios formales e iconográficos. Tal situación, en lo inmediato, significó una relativa independencia de la Escuela de Bellas Artes del tutelaje de los estamentos oficiales. De esta forma se da, por primera vez, la posibilidad de una autogeneración de políticas, planes y metodologías. Tal situación, en todo caso, no significa la elección de un camino propio, que se viera reflejado en el terreno creativo en la definición de un modelo, de una tradición propiamente nacional. Por el contrario, esta teórica independencia de los estamentos gubernamentales se contradice por la fuerte supeditación que se da respecto de la línea rectora de la Escuela de París. El «grupo Montparnasse», que representa esta visión, tuvo por inspiración el acontecer de las vanguardias europeas. Se sigue, de igual forma, el modelo francés, pero ahora bajo estas nuevas concepciones de modernidad.

La llegada del nuevo siglo había traído al país los ecos de la vanguardia europea. El quiebre entre tradición y modernidad se comienza a acentuar en el polémico Salón de 1928. Los desacuerdos y mutuas descalificaciones entre aquellos que defendían las premisas académicas y aquellos que con vehemencia enarbolaban los fundamentos de la razón plástica llegaron a un punto insostenible. La consecuencia de tales desavenencias fue la intervención del gobierno del General Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931), quien a través de su Ministro de Instrucción Pública, don Pablo Ramírez, decidió cerrar la Escuela de Bellas Artes y enviar a estudiar a Europa a veintiséis de los más destacados alumnos y profesores del plantel10. Se mandó, de este modo, a parte importante de los mejores artistas nacionales al Viejo Mundo, fijándosele a cada cual un itinerario de perfeccionamiento. Éste consideraba el conocimiento de aspectos prácticos, teóricos y metodológicos para la enseñanza del arte, con expresa indicación de los países en que debían cursar los estudios. De los nombres que integraron la nómina, muy pocos de ellos tuvo a su regreso una cierta significación. Muchos de estos artistas se nos presentan, en esta perspectiva de tiempo, o como ilustres desconocidos, o como artistas de una muy menguada relevancia. El envío de estos pintores a Europa, en contexto de esta cruda y exéntrica intervención estatal, no redituó a la cultura nacional todos los beneficios que de ella se esperaba.


* Dr. Pedro Zamorano es profesor de historia del arte de la Universidad de Talca, Chile.


Notas
1 Discurso de Alejandro Cicarelli en la inauguración de la Academia de Pintura, referido en Artes Plásticas en los Anales de la Universidad de Chile, por Rosario Letelier y otros, publicado por Museo de Arte Contemporáneo, 1993.
2 Lizama Améstica, Patricio, Jean Emar, Escritos de arte, (1923-1925), Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago, 1992.
3 Huneeus Gana, Jorge Cuadro histórico de la producción intelectual de Chile, Cap. «La acción del Estado en el arte y la influencia de las exposiciones», Biblioteca de Escritores de Chile, 1908, p g. 803.
4 El 31 de julio de 1880 en los altos del Congreso Nacional se exhibieron 180 obras donadas en parte por el Coronel Marcos Maturana. El 18 de septiembre el Presidente de la República Aníbal Pinto y su Ministro de Justicia y Educación, Manuel García de la Huerta, abrieron oficialmente sus puertas, siendo nombrado como director el italiano Giovanni Mochi.
Referencia: Eugenio Pereira Salas, Estudios sobre la Historia del Arte en Chile Republicano, Edic. Universidad de Chile, 1992, p g. 303.
5 Fue inaugurado el 21 de noviembre de 1885, por el Presidente Domingo Santa María.
6 Huneeus Gana, Jorge, op. cit. pp. 808-809.
7 Presidía este Consejo, en calidad de Presidente Honorario, el Ministro de Instrucción Pública; el Presidente designado por el Consejo fue Francisco Gana Huneeus y el Secretario Miguel Luis Rocuant. De la Sección Artes Gráficas fueron cabezas visibles Enrique Cousiño (Presidente) y Hernán Castillo (Secretario). Dentro de los miembros se cuenta a Rebeca Matte, Luis D vila Larraín, Joaquín Fabres, Simón González, Emilio Jequier, Raimundo Larraín, Alberto Mackenna Subercaseaux, Fernando Álvarez de Sotomayor y Máximo del Campo.
8 Fernando Álvarez de Sotomayor (1875-1960) fue contratado por el Gobierno de Chile en 1908, primero como profesor de Colorido y Composición, luego como Director (hasta 1915) de la Escuela de Bellas Artes. Bajo su magisterio se forma la generación convenida en llamar como «del Trece», o «del Centenario».
9 Lizama Améstica, Patricio, Op. Cit.
10 Decreto Supremo del 5 de marzo de 1929. Entre los artistas beneficiados con esta medida se cuenta a Camilo Mori, Julio Ortiz de Zarate, Isaías Cabezón, Luis Vargas Rosas, Armando Lira, Laureano Guevara, Abelardo Bustamante, Augusto Eguiluz, entre otros.






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