Litterae Tertii MIllennii

ERNESTO RICO



Rituales de amores inconclusos
Ernesto Rico

© 2002 Ernesto Rico

Imagen de la portada:
Galo González

Diseño del libro:
NAG Design Atelje

ISBN 91-973882-8-9

No por ser adicto a la ficción se deja de ser realista y concedor d las faces más íntimas del ser humano. Los realtos que el autor nos ofrece en este pequeño libro se relacionan fundamentalmente con lo erótico y con la muerte, esos fenómenos que tanto ansiamos como tememos y que llegado el momento de enfrentarlos revelan aspectos generalmente ocultos de nuestra personalidad.

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Ernesto Rico (Colombia, 1948) es psicólogo y escritor. Radica en Suecia desde 1989. Ha publicado Retratos y Espejos (1986), Cuentos de Jardines y Animales (1989), El Neomundo de Amerio Mestizo (1993), Las Epístolas de Thasos (1995), Educación Popular en Suecia 100 años (1998) y Sombres de un Milenio (1998).


Ernesto Rico

INDICE


Luz secreta

El duelo de tu partida

Gritos de amor y de muerte

Los errantes

Epílogo


El duelo de tu partida

Paco, cuando esta carta te llegue, yo estaré lejos. Y sólo entonces te podrás dar cuenta de cuánto era el amor que te profesaba y cuánto dolor me produjo todo lo que ocurrió poco antes de que yo tomara la decisión de abanDonarte.

nunca pensaste que yo podría partir. Creías que yo era una mujer sumisa, una de esas que pululan por el mundo buscando un hombre. Pero conmigo te equivocaste. Yo me resentí mucho cuando a la salida de la discoteca a la que habíamos ido a bailar me dijiste que era una cualquiera, y que como mujer yo no valía nada. Yo, al comienzo, no dije nada, pero se me rebozó la copa cuando tú, en frente de tus amigos, presumiendo de gallo fiero me golpeaste como si fuera una de tu pertenencias. En ese momento no te diste cuenta que cuando me golpeabas yo no reaccionaba en contra. Pensaste acaso, que yo era una de esas mujeres masoquistas a quienes no les importa que su hombre las maltrate, porque lo importante para ellas es sentirse amadas a través de los golpes e injurias. Hombre iluso, no te percataste que de ese modo quería madurar en mí tu rechazo. De la misma forma como había madurado en mí ese extraño amor que sentí la primera vez que me regalaste flores el día de mi cumpleaños. Esa vez de la golpiza dejé que las olas de acontecimientos me fueran llevando en su seno sin oponer resistencia, como una barcaza a merced del viento. Todo eso para no terminar en últimas odiándote.

Recuerdo
la primera vez que te ví cuando llegaste al mostrador en Donde yo como vendedora del almacén de productos agrícolas estaba atendiendo uno de los pedidos. Me quedé impresionada al verte con tu carita de niño desvalido que transparentaba una belleza que pocas veces había visto, vestido con un traje desarrapado y sucio.
Yo te miré con curiosidad. Para mí eras un bicho raro. Mitad campesino salido de la montaña y mitad hombre capitalino. En el primer instante pensé que eras pobre, que no tenías alero Donde guarecerte y me pareciste tan distinto a aquel médico ginecólogo que fue mi primer amante y del que no quiero acordarme, que se vanagloriaba en momentos de reflexión alcohólica de conocer todos los secretos del mundo. Hombre que en fin de cuentas sabía abrir más las piernas de las mujeres que sus corazones románticos.

Por eso me enamoré de tí, con un amor limpio de adolescente que quiere rehacer la imagen del amor destrozado. Yo te quise dar en cambio ese amor que tu madre empeñada en fiestas y reuniones nunca te había dado. Tan sencillo era todo.
Y yo lentamente sin darme cuenta me dejé dominar por esa minusvalencia tuya a la que me sentía necesaria y sin darme cuenta me convertí en tu madre, mucho más que en amante. Sin ser conciente quise exorcisar tus grandes ojos hundidos en la cuencas, producto quizas de deseos reprimidos dentro de la cama.

Y desde entonces lo confieso, yo disfruté en tí mi cuerpo, alejando el fantasma de ese otro hombre que había usado su virilidad como si fuera un estoque y yo un simple animal de degüello. Sin reticencias me entregué a ti, saboreando el sabor de tu lengua, reconociendo el paso de tus dedos sobre mis pies, mis piernas, mis senos, mi espalda; hasta sentir que tu hombría se abría paso por mis encrucijadas, penetrándome hasta lo más recóndito de mis huesos haciéndome casi desmayar de delirio. Cuántas veces no hilamos, en miles de posiciones, la madeja de nuestro amor, teniendo como fondo los cuartos asépticos y fríos de los moteles lejanos a ese pueblo. Siempre evitando las murmuraciones y el código moral del qué dirán de los que nos envidiaban o se sentían frustrados en sus propios sentimientos.

¿Recuerdas cuál era el código secreto para encontrarnos los fines de semana? Esos domingos en que tú y yo decíamos en nuestras casas que nos íbamos a misa a recibir la comunión. Esa común unión de nuestros cuerpos desnudos que se desataba con fuerza al encontrarnos de nuevo después de una larga semana de abstinencia, hipocresía y ropa. Ritos sagrados que duraron para nosotros casi dos años.
A través de ese amor, para qué negarlo, fui feliz como una mujer puede hacerlo. Tu sabías lo que hacías. Tú palpabas mi cuerpo como si fuera arcilla, tallando pliegues de sensaciones que recorrían mis brazos, y me traspasaban hasta el centro de mi espalda. Eras hábil ceramista, hacedor de cántaros. Y eras también mi músico, tañedor de mis cuerdas y yo el instrumento que se dejaba guiar por tus manos maestras. No supe nunca quién aprendió más del otro. En tí conocí también la ternura que los otros no me habían dado y yo te hice conocer en cambio un horizonte de nuevas metas e ilusiones que chocaban contra tu mentalidad agreste y de montaña.

Yo era para tí la mujer experimentada, la que llegaba a ese pueblo perdido entre las montañas del valle a embrujar tu espíritu, a realizar rituales diabólicos e invocaciones profanas. Tal vez fue eso lo que te deslumbró. Mucho más que mis piernas largas, mi cintura delgada y esos lunares sobre mi cara que hacían que en broma me cantaras esa melodía de “ese lunar que tienes cielito lindo junto a tu boca, no se lo des a nadie, cielito lindo que a mí me toca”.

Pero en esos momentos yo fui tu bruja buena. La que con mis palabras y miradas despertaba en tí al hombre enquistado en su concha que no quería salir a enfrentarse al mundo por temor de caer en algunas de sus trampas. Mi única magia fue conjurar en tí todas las fuerzas, sacar de tu cuerpo joven todas las posibilidades que pueden existir en hombre alguno. Te desperté y tú me despertaste. Y ambos en aquella relación nos ayudamos. Pero desafortunadamente llegó tu madre envidiosa de nuestra suerte a interponerse con el código de la moral pecaminosa debajo del brazo, con el único propósito de endilgarme el atributo de las mujeres perdidas. Yo era para ella una mujer mayor y tú el ingenuo seducido. Pobre pichón de paloma en las garras de un ave de rapiña.

Desde que te conocí yo te dí sin reato toda la experiencia de mis veinticinco años. Desde el principio supiste que no eras el primero en mi vida sino mi número cuatro. Todos mis anteriores amantes estaban preocupados tan sólo por su vestido, su título o su auto. Pero yo me olvidé que tú también pertenecías a una familia y que no eras el ceniciento de la película que tú mismo te habías forjado, sino el hijo primogénito, el heredero de una casta, que algún día heredaría la finca, los cafetales y el ganado. Muy tarde vine a comprender que tu madre ya tenía muy claros sus planes para tí y que tú le obstaculizabas el camino para hacerse al dominio de todo lo que por herencia de tu padre te pertenecía.

Alguna vez, después de que habíamos saciado el deseo de nuestros cuerpos, te hice reflexionar sobre todo eso. Que debías bajarte de esa nube, que no eras el pobre que aparentabas, que podías tener lo que quisieras, pero tú no me quisiste escuchar. Por el contrario, lo primero que hiciste esa vez fue ir Donde tu madre a contarle lo que habíamos hablado y ella furibunda se vino lanza en ristre contra mí porque te estaba aconsejando mal. Y yo esa vez tuve que soportar estoicamente sus injurias e imprecaciones. En ese instante cambió mi papel y yo que había osado enfrentarme con tu madre, me convertí en la bruja mala del paseo.

Y tú, entretanto, creciste como crecieron las habladurías y cambiaste de personalidad. Y los dos nos convertimos en el bocadillo morbi-sabroso del día. La noticia picante que corría de boca en boca. Casi podía adivinar cuando estabamos en una fiesta qué chismosamente hablaban de nosotros. Y para rematar, te lo confieso ahora, algunas veces tuve que soportar las invitaciones veladas o procaces para acostarme de algunos de ellos, amos y señores de ese pueblo, que como chulos querían participar en el festín de nuestro amor.

Todo eso lo acepté en un comienzo haciéndome la desentendida. Pero tal vez nuestro amor comenzó a resquebrajarse cuando se metió el dinero de por medio. Yo que al comienzo te regalé una camisa, luego un pantalón, al final me encontré casi vistiéndote. Eras mi obra, el hijo que rescataba del barro para embellecerlo. Y te acostumbré a mal pues por último creíste que todo eso era una obligación mía. Una forma de pagarte tus servicios en la cama y comenzaste a exigir que te diera dinero para satisfacer tus deseos. Las cosas se complicaron aún más cuando quedé embarazada y tú lo único que dijiste fue que tenía que deshacerme de “aquello”. Y tú nunca reflexionaste que “aquello” era nuestro hijo, el fruto de nuestro amor que tuvo que borrarse de los mapas de nuestra conciencia por un obligado aborto.

Entonces fue que desperté de mi sueño romántico y descubrí cuál era tu profesión: “vago”. Yo que al principio creí que eras así por tus problemas familiares, me dí cuenta demasiado tarde que eras un hombre sin voluntad, llevado al azar por tus amigos de borrachera y de farra, obligada a estar pendiente de tus más mínimos deseos. Presa en tus redes, sin poder estar con mis amigos. En fin, sola y sin nadie. Muy tarde comprendí que me tenías casi completamente dominada. Yo era la esclava de mi obra hasta el día que sin consultarte decidí ir a la discoteca Olimpo a distraerme un poco. Fue allí que me encontraste y me reprochaste el estar allí como si yo fuera una prostituta dando tú rienda suelta a tus injurias y agresiones.

Por eso no pude soportar más. Esas groserías y esos golpes fueron la última gota que rebosó mi copa y por eso nada dije, como si aquello fuera un sacrificio o una penitencia a un amor equivocado. Pero ahora cuando recibas esta carta, yo ya no estaré más en tu mapa. Tú no podrás venir como otras veces a pedirme perdón por tu comportamiento, ni yo estaré cerca para perDonarte. Estaré en otros mundos. Entregada tal vez a la nostalgia, curándome de tus heridas, en la creencia de que por fin podré olvidarte.