ìndice
Beto y el renacer
Impuesto de guerra
Aura
Lo más parecido a una resurrección
se llama suerte
El deporte de la guerra
Centauro
|
Impuesto de
guerra
Ser salvadoreño es una gran ventaja para ser chofer de taxi.
Después no les voy a discutir que en todo lo demás quizá
sea una desventaja, pero tiene que ser una ventaja ser chofer de taxi
aquí, donde la vida no vale nada, como dice la canción,
no es mucho lo que se pierde si se pierde la vida. Hay cosas mucho peores,
perder el trabajo, por ejemplo.
Mi vida ha sido muy dura. Trabajo desde que tengo uso de razón.
No recuerdo haberme comido jamás un pedazo de tortilla que no
me haya ganado trabajando a lo salvaje. Por eso a mis tres hijas yo
les he dado una educación, para que tengan armas en la vida con
que defenderse y no les toque lo que me tocó a mí, que
trabajé cortando algodón a los 5 años con un jornal
de hambre y siendo niño, no supe lo que era comer hasta quedar
totalmente satisfecho. Mis dos hijas mayores van a la Universidad, y
mi hija menor está estudiando el bachillerato y quiere ser maestra,
si Dios me da fuerzas y la Virgen del Carmen me la conserva.
Mis hijas, que son muy leídas, creen que yo no sé
nada porque no fui a la escuela. Y está bueno que lo crean, que
se crean sabias y especiales para que ningún desgraciado me las
maltrate más tarde, cuando yo las he tratado como reinas. Por
ellas me mato trabajando, ruleteando en este taxi y arriesgando la vida
con tanto asaltante y malvivido que se sube a mi carro.
Pero la experiencia de vida que yo he acumulado ruleteando taxi no se
aprende en ninguna universidad. Aquí está uno sentado
donde se muele canela fina, y pasan más cosas que en una película
de Kung-Fu.
Yo tuve el honor de llevar en mi taxi a la esposa del presidente
Duarte cuando se iba al exilio siguiendo a su marido, después
del fraude militar que lo convirtió de presidente electo a prófugo.
Ella iba de incógnito, y yo, respetuosamente, aparentaba que
no la había reconocido. ¡¡Pero cómo no la
iba a reconocer!! Si yo era de los más fieles pedecistas que
en cada demostración gritaba ¡con Duarte aunque no
me harte! en la plaza libertad , y después me quedaba casi
sin voz de la ronquera toda la semana tomando té de eucalipto.
Yo llevé también al aeropuerto a Lucha Villa cuando
iba destrozada para México después de no sé qué
fracaso amoroso que tuvo con uno de los ricos de este país. Ella
no iba de incógnito, sino llorando con un llanto industrial,
con sollozos más sin esperanza que la deuda externa latinoamericana,
y contándome a mí, un desconocido chofer de taxi, sobre
las penas de su corazón. A mí que me contara lo que quisiera,
si yo podía escucharla años enteros si ella lo quisiera,
porque yo, como toda la población masculina de este país
siento por ella una adoración que no se puede medir con nada.
Como un millón de kilovatios, digamos, si la adoración
se pudiera medir en kilovatios.
Durante estos treinta años como chofer de taxi me he hecho un
poco psicólogo. Me basta con ver a un pasajero para que
adivine de inmediato en qué trances anda. Una parejita joven,
donde el muchacho trata de parar un taxi, mientras la muchacha se mantiene
a prudente distancia con cara de noesconmigo va seguramente
para un motel a disfrutar de un rato de amor. Esta es una buena carrera
porque uno le puede hasta subir un pequeño por ciento a la factura
como servicio de discreción. El cliente ni se entera, paga agradecido
y se esfuma.
Yo he visto de todo: infidelidades, maltratos, secuestros, divorcios.
Con decirles que hasta atendí una vez un parto de una señora
que no alcanzó a llegar hasta la maternidad. El marido venía
con ella, nervioso y jovencito, no sabía qué hacer y sólo
chillaba retorciéndose las manos.
Mucho ayuda quien no estorba, joven le dije y lo aparté
para ayudarle a la pobre señora.
Pero no me guardó rencor, sino que, agradecido, le puso
al niño Jacinto de nombre, que es el segundo nombre de un servidor
de ustedes.
Otro buen cliente es el marido que anda vigilando a su mujer o la mujer
que sospecha la infidelidad del marido. Esos lo contratan a uno por
horas. Después de 4 o 5 horas de vigilancia, uno se puede ir
a su casa satisfecho que ha hecho la jornada del día.
También se ven tragedias. Como aquella señora que
vigilaba a su marido que era empleado del MAG y se iba con una secretaria
a los moteles del balneario de Apulo. Y la señora, siguiéndolos.
No sé ni para qué, si la traición estaba más
clara que un ojo de agua. A esa señora la convencí de
irse para su casa, porque me daba pena seguirla desplumando, aprovechándome
de su angustia y desequilibrio. Apenas la dejé en la puerta llamó
a otro taxi para seguir haciendo lo mismo. Si que hay gente que por
persignarse, se araña. Pero, bueno, ese muerto no lo cargo yo.
Una noche del mes de diciembre, andaba yo en mi taxi allá
por la terminal de buses de occidente y decidí que ya era hora
de irse descansar. Había sido un buen día y calculaba
que lo que había ganado me iba a alcanzar para comprar los regalos
de navidad. Iba a doblar sobre la calle 49, cuando vi, en la esquina,
una muchachita haciéndome la señal de parada. No sé
ni por qué paré, cuando ya había terminado mi día
de trabajo, pero en el mismo momento de parar, sentí una corazonada,
ese sexto sentido que me ayuda a identificar a los visitantes de moteles
o a los detectives de medias naranjas. No es que la muchacha fuera nada
especial que la hiciese diferente de cualquier muchacha de su edad,
iba con el uniforme de las universitarias de hoy día:
jeans, sandalias y camiseta, el largo cabello recogido sobre la nuca
y la infaltable bolsa chapina colgada en el hombro. No, nada especial.
Pero algo especial sin embargo que despertó mi intuición
sin poder clasificarlo.
Voy para Santa Tecla, me dijo rápidamente sin mirarme y
se sentó en el asiento delantero del vehículo. No preguntó
el precio de la carrera, como hace el 99% de los clientes. Las mujeres
que viajan solas, especialmente de noche, se sientan en el asiento de
atrás, para marcar la distancia y evitar las equivocaciones,
no vaya a ser que algún salsoso se quiera tomar el rábano
por las hojas. Pero ella se sentó adelante y comenzó a
ver por la ventanilla, en silencio, como ausente. Bueno, pensé,
no es extraño que una jovencita como ella se sienta incómoda
de viajar sola en esta obscuridad con un hombre. Ella no puede saber
que yo soy un hombre honrado, cursillista, para más señas.
Yo no sería capaz de aprovecharme de una muchachita en estas
soledades. Soy hombre decente y padre de familia. Si ella supiera que
hasta asisto a los cursillos de cristiandad, pensé, se sentiría
más segura y traté de buscar conversación para
disminuir la tensión.
Tuvo suerte de encontrar un taxi tan tarde, le dije, usted es
mi último pasajero antes de ir a guardar el carro.
MMmmm
¿Vive en Santa Tecla?
MMMmmmm
¿La dejo en la entrada del pueblo o sigo hasta el centro?
Siga hasta el centro. Cruce todo el pueblo porque me voy a quedar
en la salida para Colón.
Si va para la colonia que está en la salida para Colón,
la puedo llevar por el mismo precio, es peligroso para una jovencita
como usted andar sola a esta hora y en despoblado. Dígame solamente
para dónde va y la llevo hasta la puerta, le dije.
Mire, me dijo, al mismo tiempo que sacaba una enorme pistola calibre
38 de su bolsa chapina, nos vamos a dejar de tanta paja y vamos al grano.
En nuestro país hay una guerra de los pobres contra la opresión
y la injusticia de los ricos. A nombre de las FPL tomo posesión
de su taxi, así como del dinero que usted tiene en la bolsa,
en calidad de confiscación como impuesto de guerra, que el pueblo
necesita en su guerra de liberación. ¡¡Guerrillera!!
¡Esto era lo que mi corazonada había presentido cuando
le paré!
Mis compañeros están esperando a la orilla de la
carretera, me dijo. Va a parar cuando yo se lo ordene a la entrada de
Los Chorros.
Ni por orden del Juez de Opico, pensé, mientras seguía
conduciendo tratando de encontrar rápidamente una forma de librarme
de ésta. Alguna ventaja habría yo de tener cuando casi
le triplicaba la edad. Pisé el pedal de la gasolina y me metí
en la autopista para Santa Ana. Por supuesto que no paré en Los
Chorros, ante la sorpresa de las dos siluetas que estaban esperándonos
a la orilla de la carretera. Ella se asustó.
Pareee, me gritó, acercando el cañón de la
38 a mis sienes. ¡¡Pareee le digooo o le destapo la tapa
de los sesos!!!
Dispare, le dije con calma, aumentando la velocidad. Vamos a 160
km. por hora. Usted dispara y ni siquiera el sonido del balazo voy a
oír. Lo que sí es seguro es que nos hacemos chingaste
los dos. Yo voy a sufrir menos que usted con mi balazo adelantado. Pero
piénselo bien, porque de los dos, quien más tiene que
perder es usted, le dije mientras el marcador de velocidad subía
a peligrosos 180. Yo tengo 56 años y este carro lo he comprado
a crédito. Si se lo doy a usted o a las FPL, me quedo desempleado,
con una deuda impagable de 200 mil pesos y sin un chance de rehacer
mi vida. En estas circunstancias, hijita, el morirse es ganancia. Si
me muero, el seguro de vida me asegura por lo menos que mis hijas se
van a terminar de educar.
En cambio usted, joven, bonita, educada, tiene todo que perder.
Allí estamos. Usted decide. Sólo ordene o apriete el gatillo.
Pero apúrese porque si la policía nos detiene por ir a
esta velocidad de locos ya no es usted la que decide. Usted conoce la
triste situación de los presos políticos en las bartolinas
de la policía. Ese destino no se lo deseo ni a mi peor enemigo,
menos a una criaturita tan linda en lo mejor de la vida.
Se me quedó mirando incrédula. El labio inferior
le temblaba violentamente cuando me dijo casi a gritos:
Vámonos de regreso para Santa Tecla.
Calma, le dije, disminuyendo la velocidad a prudentes 120. No
puedo girar así a media autopista. Deje que encuentre un retorno
para volver sin tener la policía pisándonos los talones.
Se hundió en el asiento sin decir nada, pero me pareció
que lloraba en silencio. Sentí que tardé horas en llegar
de nuevo a Santa Tecla. Me dio mucha lástima verla hundirse en
el asiento con aire de fracaso, si hasta me pareció más
pequeñita que cuando se subió. Entonces le dije con el
tono más manso que pude:
Mire señorita, yo tengo hijas de su edad y francamente
no me gustaría verlas solas por aquí, a media noche y
sin saber adonde ir. Dígame sinceramente: ¿tiene usted
adonde ir aquí en Santa Tecla?
¡Voy a tomar el bus! Me dijo en un tono que intentaba ser
duro pero que fue apenas un sollozo contenido.
¿A las doce de la noche? ¿¡Cuál bus,
hágame el favor!? Si el último bus de Santa Tecla para
San Salvador sale a las 11.
Y yo no tengo dinero para ningún bus, estalló ella
llorando, ahora sí, lagrimotas de verdad.
A mí me daba lástima, pero al mismo tiempo sabía
que si era guerrillera no iba a decirme para dónde iba en realidad.
Hice el último intento:
Mire hijita, ya es muy tarde y yo estoy cansado. Vamos a irnos
de regreso a San Salvador y la voy a dejar en el mismo lugar en donde
se subió. ¿De acuerdo? Séquese las lágrimas,
y esto que ha pasado no ha pasado en realidad y a mí, usted ya
se me olvidó. Ella me contestó que sí con la cabeza,
se secó los ojos con la orilla de la blusa y se volvió
a hundir en el asiento sin decir una sola palabra en todo el viaje.
La dejé en el mismo lugar en que la encontré. No
me contestó el adiós ni las buenas noches. Supongo que
estaba apenada la pobre. Y quiero suponer que ella también cumple
con su parte del trato de si te vi no te conozco, y si te conozco,
no me acuerdo. No quiero que llegue a oídos de mis compañeros
de que encima de que la llevé gratis, la traje igualmente gratis.
Sólo quien tiene hijas podría entender esto.
Pero eso sí, si algún día la vuelvo a ver
haciéndole parada a un taxi, no le paro, así sea ella
el único pasajero de la tierra y yo el último taxi. Todo
tiene un límite
|