Litterae Tertii MIllennii

VICTOR MONTOYA
NUEVO: REWOLVER (polaco)



Entre tumbas y pesadillas
Víctor Montoya


© 2002 Víctor Montoya

Imagen de la portada:
Pepe Viñoles
Diseño del libro:
NAG Design Atelje
(Sabina Lindén)

ISBN 91-973882-0-7

 

Un cadáver monologa, describe quirúrgicamente su propio asesinato y descuartizamiento. Los engendros emergen y sucumben en la brevedad de chispa de los relatos en una prosa veloz de cincelada exhuberancia. Un antiautor en trance onírico, único estado de supervivencia posible, donde la contingencia horrorosa de nuestro subcontinente se piensa a sí misma, originando la demencia y sus instrumentos predilectos: sicarios, muñecos, armas blancas y de fuego, insectos, saurios, reptiles, equinos. El texto desde fuera del texto, literatura del nuevo milenio. En estos cuentos el sueño de la razón ya produjo monstruos.

Rubén Aguilera

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Víctor Montoya (La Paz, Bolivia, 1958). Escritor, periodista cultural y pedagogo. En 1976, durante la dictadura militar de Hugo Banzer, fue perseguido, torturado y encarcelado. Estando en las prisiones de mayor seguridad de San Pedro y Viacha, escribió su libro de testimonio "Huelga y represión", hasta que en 1977, tras ser liberado por una campaña de Amnistía Internacional, llegó exiliado a Suecia. Es autor de "Días y noches de angustia" (1982), "Cuentos Violentos" (1991), "El laberinto del pecado" (1993), "El eco de la conciencia" (1994), "Antología del cuento latinoamericano en Suecia" (1995), "Palabra encendida" (1996), "El niño en el cuento boliviano" (1999), "Cuentos de la mina" (2000), "Entre tumbas y pesadillas" (2002), "Fugas y socavones" (2002) y "Literatura Infantil: Lenguaje y Fantasía" (2003) Dirigió las revistas literarias "PuertAbierta" y "Contraluz". Su obra mereció premios y becas literarias. Tienes cuentos traducios y publicados en antologías internacionales. Actualmente escribe para diversas publicaciones en América Latina y Europa.


Foto:
José Estay J.
Víctor Montoya

ÍNDICE

Amor en La Higuera
La muerte de Carmelo
Me podrán matar, pero no morir
El colono
Galeano en el sueño
El duelo
Cosa de burdeles
El precio de la libertad
El hombre enamorado
La traición
El correvolando
El prófugo
Entre copas
Muerte anunciada
Los vecinos
El revólver
La riada
Los caballos
La lagartija
El caracol
La mala conciencia
Quiero salir del sueño, pero...
Pesadillas I
Pesadilla II
Pesadilla III
Los muñecos
Sicario
La fuga
El escarabajo
Escritor suicida


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El revólver
in other languages

Revolvern
Översättning:
Ximena Narea


The revolver
Translation:
Kathy S. Leonard


O revólver
Tradução:
Guilem Rodrigues da Silva

Le revolver
Traduction:
Henri Beser


El revòlver
Tradució:
Octavi Monsonís

Der revolver
Übersetzung:
Erna Brandenberger

Il revolver

Traduzione
Luisa Selvaggini

Rewolwer
Przeklad
Mieszko A. Kardyni,
Pawel Rogoziñsk


EL REVÓLVER


El único recuerdo que guardo de mi adolescencia es el revólver Colt, cromado, calibre 38, que mi tío me dejó como herencia junto a una cartuchera de pecho, cuyas correas daban dos vueltas alrededor de mi cuerpo, por entonces con menos músculos que hoy y con más huesos por las privaciones de la vida.

Con decir que dormía armado, lo digo todo. Por las mañanas, al despertar con los gritos de mi madre, jugaba con el revólver, contemplándolo contra la luz que penetraba por la ventana. Vivía obsesionado por su forma y tamaño, sin comprender cómo un objeto maravilloso podía trocarse en peligroso. Acariciaba la culata, hacía girar el tambor contra la palma y me apuntaba el cañón contra la sien, como quien jugaba a la ruleta rusa.

-¡No te apuntes así, porque eso que tienes en las manos no es juguete! -gritaba mi madre desde más allá de la puerta-. Así se apuntó tu tío y así lo mataron. Un disparo en la cabeza acabó con su vida…

Entonces yo retiraba el revólver de mi sien y apuntaba contra la pared, imaginándome que de un balazo hacía volar por los aires el sombrero de mi adversario. Después soplaba el humo del cañón y, haciéndolo girar en el dedo, como lo hacían los cowboys, lo enfundaba en su cartuchera de cuero negro.

A veces, sin ponerme siquiera los pantalones, me acercaba hacia la ventana. Apuntaba al primer peatón, simulaba el estampido de las balas con la boca y descargaba los seis tiros, mientras adentro, en la cocina, se escuchaba la voz de mi madre, hablando consigo misma como todas las mañanas.

Con el tiempo, el revólver se convirtió en un amuleto contra los peligros. En su presencia me sentía más valiente y seguro, hasta que un día, mientras yacía todavía en la cama, el revólver apuntado contra mi sien, presioné el disparador sin quererlo y la bala me atravesó de lado a lado. La sangre manó a chorros y la vida se me atascó entre las paredes del pecho.

Cuando mi madre volvió del mercado y presintió que yo seguía en la cama, mirando el techo desde el punto de mira del revólver, asomó la cara hacia la puerta y dijo:

-Hora de ir al colegio…

Escuché la voz como en sueño, me aferré al revólver como un niño que se abraza a su muñeco de peluche y me dispuse a enfrentar la muerte, con el revólver cargado por las manos del diablo.

Mi madre, molesta por mi silencio, entró en el cuarto. Puso a prueba su autoridad y decisión irrevocables, y dijo enérgicamente:

-¡Deja ya de jugar con el revólver y hacerte el muerto!…

Mas al ver un reguero de sangre que se perdía entre las tablas machihembradas del piso, pegó un grito al cielo, tembló como gelatina y repitió entre sollozos:

-¡¿Qué te dije?!… ¡¿Qué te dije?!…

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SICARIO


El día en que por fin debía eliminar al enemigo principal del gobierno, el cielo despertó encapotado y la lluvia caía disolviendo los ruidos de la ciudad. Entretanto yo, un simple sicario, que siendo aún joven cargaba ya una lápida en la espalda, desperté temprano, me puse un traje de cuero negro, impecable, y me calcé los botines de tejano, los mismos que compré con la mitad del dinero que me pagaron por adelantado.

Entré en el baño, me lavé la cara y limpié el borde del lavabo, donde preparé una hilera de cocaína, esa fiel compañera que llenaba los vacíos de mi existencia, sin traicionarme ni delatarme. Enrollé un billete de mil pesos hasta convertirlo en un canuto e inhalé con fruición el polvo blanco, tapándome una fosa nasal con el dedo. Minutos después estaba pletórico de vida, sonriente, queriendo tragarme el mundo y dispuesto a seguir mis instintos de asesino.

En el dormitorio, donde estaban escondidas las armas y las fotografías de mis víctimas, quedó el perfume de la prostituta que me abandonó a media noche, sin confesarme su edad ni su nombre. Abrí la gaveta del velador, saqué la pistola de seis tiros y, sintiendo el roce del frío metal contra mi piel, me la puse en el cinto.

Aseguré la puerta y descendí las gradas hacia el garaje donde estaba aparcado el coche descapotable, cuyo motor, al encenderse, arrancó con la fuerza de ciento veinte caballos. Apreté el acelerador y recorrí por las calles mojadas de la ciudad, sin otro pensamiento que acabar con la vida del enemigo principal del gobierno, de quien no tenía más referencias que una fotografía ajada y la dirección donde vivía.

Atrás quedó la ciudad, como navegando en la lluvia. Detuve el coche contra la acera y miré el número de la casa donde debía consumar el crimen. Me ajusté los guantes de cuero negro y me cubrí la cara con un pañuelo. Bajé del coche. Dejé la puerta entreabierta, con el motor en macha para facilitar la huida. Tomé el ascensor hasta el segundo piso, sintiendo que la cocaína y la adrenalina aumentaban mi pulso y mi coraje. Golpeé la puerta y escuché acercarse unos pasos desde el otro lado. Entonces, decidido a matar a sangre fría, me paré con mi mejor estilo: las piernas abiertas y clavadas en el piso, la pistola sujeta con ambas manos y la mirada alerta. Al abrirse la puerta, asomó el rostro del hombre de la fotografía. No le dirigí la palabra, no pensé dos veces y lo revolqué a tiros sobre la alfombra más roja que su sangre.

"Misión cumplida", me dije, mientras la detonación de los disparos me perseguía hacia donde estaba el coche, rugiendo como bestia herida. "Misión cumplida", me volví a decir, aferrándome al volante y alejándome del lugar, donde quedó el cadáver de la víctima, cuyos ojos, que reflejaban la pureza de su alma, me dieron la impresión de que se trataba de un buen tipo. Pero como mi deber no consistía en sentir compasión por el prójimo, me fui pensando en que todos somos iguales a la hora de la muerte.

No muy lejos de donde vivía, entre un hotel de lujo y un teatro de variedades, un piquete de seis policías me detuvo en el camino. Los policías se apearon del auto de sirena aullante, me hicieron señas de "alto" y me tendieron un cerco. En ese instante, resignado a morir como un simple sicario, sin honores ni glorias, cargué la pistola, salté del coche hacia la calle y me batí a tiros por el lapso de varios segundos, hasta que uno de los policías, herido a mis espaldas, me disparó a quemarropa y me tendió de bruces.

"De no haber sido ese maldito polvo blanco, que se apoderó de mi cuerpo como un fantasma dispuesto a despertarme los instintos salvajes, estaría todavía con vida", pensé, ya muerto, justo cuando la campanilla del reloj me despertó de la pesadilla, donde se cumplió el refrán que alguna vez me refirió mi padre: "Quien a hierro mata, a hierro muere".

 

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